Indice - Literatura
PERÍODOS DE LA LITERATURA LATINA
PERÍODO DE LOS ORIGENES siglo III al II a.C |
A. COMEDIA Plauto: Aulularia, Anfitrión. Terencio: El Eunuco, La Suegra. Cecilio: Plocio. |
PERÍODO DEL APOGEO 100 a.C al 14 d.C |
A.SIGLO DE CÉSAR Julio César: Comentarios de la Guerra de las Galias. Cátulo: Poemas a Lesbia. Cicerón: Catilinarias, Filípicas; Verrinas. |
B. SIGLO DE AUGUSTO Virgilo: La Eneida. Horacio: Epístola a los Pisones. Ovidio: El Arte de Amar. |
PERÍODO DE LA DECADENCIA siglo I al V d.C |
A. SÁTIRA Juvenal: Sátiras. B. FÁBULA Fedro: Fábulas. C. HISTORIA Tácito: Los Anales. D. NOVELA Petronio: El Satiricón. Apuleyo: El asno de oro. |
SIGLO DE AUGUSTO
Al finalizar las Guerras Civiles, Cayo Octavio Julio César, llamado Augusto, asciende al trono del imperio e inicia una era de estabilidad y prosperidad, apoyada por la imposición de la severa "Pax romana". El emperador, reconocido como uno de los gobernantes más connotados de la historia, se preocupó personalmente de promocionar las artes y las letras, al punto de animar a Horacio a cantar alabanzas a la virtud y, acordar con Virgilio la composición de La Eneida, como gran metáfora de la gloria de Roma.
Publio Virgilio Marón
70 a.C al 19 d.C
"El Homero romano", "El Cisne de Mantua"
- Es el más grande de los poetas latinos. Se le llamó "El Cisne de Mantua".
- Nació en los Alpes, en un pequeño pueblo cercano a Mantua.
- Estudió en Cremon, Milán Roma, especializándose en retórica y filosofía y profundizando en la obra de poetas griegos y romanos.
- Durante la Edad Media se le reverenció como poeta.
- En la transición al Renacimiento. Dante lo eligió como guía para su Divina Comedia.
- Continúa los temas homericos.
- Gran documentación para la composición de La Eneida.
- Usa el tópico "Locus amenus" (naturaleza ideal)
Nota: Se denomina tópico al tema que se repite a lo largo de la historia literaria dentro de diversas obras.
OBRA |
Bucólicas: Poesía pastoril (compuesta por diez églogas) Antecedente : Teócrito. Presenta un mundo irreal e idílico, donde los pastores cantan su alegría y su dolor. Geórgicas: Canto a la vida campestre. Antecedente: Hesíodo. Explica de forma didáctica el cuidado de los vegetales y animales. La Eneida: Poema épico, cuyo personaje central, Eneas, tiene la misión de fundar Roma. Antecedente: Homero. También se alaba la labor de Augusto como pacificador de Roma. |
LA ENEIDA
Género: Épico.
Especie: Epopeya.
Estructura: Doce cantos.
Tema central: Eneas va en busca del territorio donde crecerá la nueva estirpe troyana, de la que nacerá el pueblo romano.
Personajes principales:
* Eneas: Héroe troyano.
* Creusa: primera esposa de Eneas.
* Ascanio: hijo de Eneas.
* Anquises: padre de Eneas.
* Dido: reina de Cartago.
* Latino: rey de Lacio.
* Lavinia: segunda esposa de Eneas, hija de Latino.
* Turno: prometido de Lavinia.
Argumento:
Las naves de los troyanos que surcan el mar de Sicilia son arrojadas a las costas africanas por una violenta tempestad que Juno les envía. Venus, le informa a su hijo Eneas que se halla en tierras de la fenicia Dido, reina de Cartago. Venus para proteger a su hijo, hace que Dido se enamore de él, ésta le ofrece un banquete a Eneas rogándole que le cuente sus aventuras. El troyano relata con detalle los últimos días de la Guerra de Troya, luego que los griegos lograron introducir el caballo de madera en la ciudad. Dido escucha maravillada cada palabra del relato, enamorada ya del troyano, le cuenta su dilema a su hermana Ana: ama al héroe; pero respeta la memoria de su difunto esposo.
El poder de las diosas (Juno y Venus) hace que Dido se decida por la pasión que le inspira el troyano. Aprovecha una tormenta en un día de caza, para refugiarse junto a Eneas dentro de una cueva que les sirve de himeneo.
La placentera estadía de Eneas en Cartago tiene que finalizar; ya que Júpiter envía a Mercurio para que recuerde a Eneas su misión. Prepara entonces, en secreto, su partida; pero Dido lo descubre e intenta convencerlo de mil maneras para que no la deje. Al no conseguirlo, la reina se suicida arrojándose con un puñal clavado a una enorme pira de fuego. Eneas llega primero a Sicilia donde deja a las mujeres y a los hombres menos valientes. Continúa su viaje hasta las puertas del averno, ahí encuentra a Dido quien lo castiga con su indiferencia, también encuentra a los troyanos muertos en la guerra. Eneas llega a la desembocadura del Tíber, siendo recibido por el rey Latino, su esposa Amata y su hija Lavinia. Para cumplir el destino del héroe, se acuerdan las bodas entre él y Lavinia. Un antiguo pretendiente de Lavinia, se levanta con sus hombres para enfrentar a Eneas, quien es apoyado por el Rey Evandro.
Venus le proporciona a su hijo una magnífica armadura fraguada por Vulcano. Muerto el caudillo Turno, el rey Latino ofrece paz a los troyanos. Eneas sabe que el anciano nunca quiso la guerra, y en cambio, su esposa Amata, quien fuera una de las instigadoras, termina ahorcándose.
Algo más sobre Virgilio:
Virgilio ansiaba y maduraba en su espíritu la idea de dar a su pueblo un poema épico nacional.
Se trasladó a Grecia y visitó comarcas del Asia Menor, en donde Homero situó las acciones de sus poemas. Residió en Patras, Corfú, Creta y Atenas, es aquí, ya terminado, aunque no revisado en su totalidad, cual era su deseo, su poema La Eneida , en donde se encontró con el emperador Augusto, que regresaba de Oriente.
Augusto quiso que Virgilio regresará de nuevo a Roma en su compañía, como así lo hizo, pero, al desembarcar en Brindisi falleció, menoscabada por las fatigas de la navegación, su precaria salud. Era el año 19 antes de Cristo.
Sus restos fueron trasladados a Nápoles y, cumpliendo su voluntad, fueron incinerados en Puteoli, a dos millas de la ciudad. Se inscribió en su tumba el siguiente dístico, que algunos se lo atribuyeron al propio poeta.
“Mantua me engendró; Calabria me llevó; Parténope me posee hoy; he
cantado las praderas, los campos, los caudillos”.
Virgilio dejó herederos suyos a Valerio Prócul, Augusto Mecenas, Lucio Valerio y Plocio Tucca. En su testamento, Virgilio consignó que quemaran su poema “La Eneida”.
Quinto Horacio Flaco
- Extraordinario poeta lírico.
- En sus Sátiras, critica los abusos de la sociedad y en prticular los de sus gobernantes.
- Sus Odas se caracterizan por su concisión y fina sensibilidad poética; en ellas trata sobre el amor, el vino, la naturaleza, y la amistad.
- Refleja, también en su obra su firme creencia en la moderación como camino hacia la sabiduría.
- Su Arte Poética, está ingrada por tres Epístolas, y constituye, junto con La poética de Aristóteles, el fundamento de la teoría literaria occidental.
- Utiliza el tópico de "Beatus Ille" (dichoso aquel).
Obras:
- Sátiras.
- Epístolas, destaca la Epístola a los Pisones.
- Odas.
- Épodos, destaca el Épodo”
EPODO 2
BEATUS ILLE
(fragmento)
Feliz el que, alejado de negocios
como en remoto tiempo los mortales,
paternos campos con sus bueyes,
y no se rinde a la usura vasallaje
ni le despiertan los clarines bélicos.
Ni tiene airados mares,
y evita igual del foro las intrigas
que el rico soberbio los umbrales.
Ya de la vid los vástagos crecido
enlaza al tronco de los altos árboles,
viendo vagar sus vacas mugidoras
por el angosto valle,
ya corta con la hoz ramas estériles
e injerta mansa oveja o guarda
las mieles que exprimió de sus panales.
Publio Ovidio Nasón
- Estudió retórica en Roma, continuó sus estudios en Atenas, como era costumbre entre las clases altas romanas.
- Asumió un cargo administrativo judicial, pero pronto abandona la vida pública para dedicarse a la literatura.- Liberalidad moral en sus obras.
- Liberalidad moral en sus obras.
- Gran conocedor de los temas mitológicos.
- Uso del tópico "Carpe Diem" (aprovecha el momento).
- Afán didáctico.
Sus primeras obras:
* Amores: narra la vida amorosa del propio poeta, quien ya se había casado tres veces. Están dedicados a Corina.
* Medicamina Facie: ingenioso relato sobre la cosmética femenina.
* Heroidas: supuestas cartas escritas entre las grandes mujeres de la mitología a sus maridos o amantes ausentes.
Obras más importantes:
* El Arte de Amar: explica el arte de la conquista y la seducción: "Cómo conquistar y elegir".
"Cómo mantener el amor" (para el hombre), "Cómo mantener contentos a los hombres "(para la mujer). El hecho de incitar al adulterio le valió la enemistad de Augusto, quien abogaba por una reforma de la moral y de la conducta social.
* La Metamorfosis: tiene como antecedente La Teogonia de Hesíodo. Toma la mitología griega para escribir una serie de historias o mitos donde interviene la transformación.
LECTURA
FRAGMENTO DE “LA ENEIDA”- VIRGILIO
Todos callaron y en tensión mantenían la mirada;
luego el padre Eneas así comenzó desde su alto lecho:
«Un dolor, reina, me mandas renovar innombrable,
cómo las riquezas troyanas y el mísero reino
destruyeron los dánaos, y tragedias que yo mismo he visto
y de las que fui parte importante. ¿Quién eso narrando
de los mirmídones o dólopes o del cruel Ulises soldado
contendría las lágrimas? Y ya la húmeda noche del cielo
baja y al caer las estrellas invitan al sueño.
Mas si tanta es tu ansia de conocer nuestra ruina
y en breve de Troya escuchar la fatiga postrera,
aunque el ánimo se eriza al recordar y huye del llanto,
comenzaré. Quebrados por la guerra, por el hado rechazados
los jefes de los dánaos al pasar ya tantos los años,
como una montaña un caballo con arte divina de Palas
levantan, tejiendo sus flancos con tablas de abeto;
lo fingen un voto por el regreso; así la noticia se extiende.
Escogidos a suerte, a escondidas aquí los guerreros
encierran en el ciego costado y hasta el fondo llenan
las cavernas enormes de la panza con hombres en armas.
Enfrente está Ténedos, isla de bien conocida
fama, rica en recursos al estar en pie de Príamo el reino,
hoy sólo un golfo y un puerto del que los barcos desconfían:
lanzados aquí en la playa desierta se ocultan;
pensamos que, idos, andaban buscando Micenas al viento.
Así toda Eucria se vio libre al fin de un duelo ya largo;
se abren las puertas, da gusto pasear contemplando
las tiendas de los dorios y ver desierto el lugar y la playa vacía:
aquí la tropa de los dólopes, aquí Aquiles cruel acampaba;
aquí el lugar de los barcos, aquí en formación peleaban.
Unos sin habla contemplan de Palas fatal el regalo,
asombrados del tamaño del caballo, y el primero Timetes
ordena pasarlo a los muros y ponerlo en lo alto,
bien por engaño bien que ya así lo cantaba el destino de Troya.
Capis no obstante y los de mejor opinión en la mente
nos mandan arrojar al mar la trampa del dánao
y el extraño presente y quemarlo con fuego debajo,
o perforar los huecos de su panza buscando escondrijos.
Dudosa entre dos pareceres se divide la gente.
»Y, mira, el primero de todos seguido de gran compañía
baja Laocoonte encendido de lo alto de la fortaleza,
y a lo lejos: “¡Qué locura tan grande, pobres ciudadanos!
¿Del enemigo pensáis que se ha ido? ¿O creéis que los dánaos
pueden hacer regalos sin trampa? ¿Así conocemos a Ulises?
O encerrados en esta madera ocultos están los aqueos,
o contra nuestras murallas se ha levantado esta máquina
para espiar nuestras casas y caer sobre la ciudad desde lo alto,
o algún otro engaño se esconde: teucros, no os fiéis del caballo.
Sea lo que sea, temo a los dánaos incluso ofreciendo presentes.”
Luego que habló con gran fuerza una lanza enorme
disparó contra el costado y contra el vientre curvo de tablones.
Se clavó aquélla vibrando y en la panza sacudida
resonaron las cuevas y lanzaron su gemido las cavernas.
Y, si los hados de los dioses y nuestra mente no hubieran estado
contra nosotros, nos habrían llevado a horadar
los escondites de Argos,
y aún se alzaría Troya y permanecerías en lo alto,
fortaleza de Príamo.
»Y hete aquí que a un joven atado a la espalda de manos
con gran griterío los pastores ante el rey arrastraban
Dardánidas, que, desconocido, a los que lo hallaron
se entregó para urdir todo esto y abrir Troya a los griegos,
confiado de ánimo y para ambas tareas dispuesto,
bien a tramar sus engaños, bien a marchar a una muerte segura.
De todas partes acude con ganas de verle
y compite la juventud troyana en burlarse del preso.
Escucha ahora las trampas de los dánaos y por el crimen de uno
conócelos a todos.
Pues cuando en medio del corro, turbado y sin armas,
se detuvo y miró con sus ojos las tropas de Frigia,
“¡Ay! ¿Qué tierra ahora -dijo-, qué mares me pueden
guardar o qué queda por fin para mí desgraciado,
que no tengo siquiera un lugar con los dánaos y encima
los hostiles Dardánidas mi castigo reclaman con sangre?”
Con este lamento cambió nuestros ánimos
y aplacó nuestros ímpetus todos.
Le pedimos que cuente de qué sangre viene,
y qué lo trae; que nos diga cuál es, prisionero, su confianza.
» “Toda por cierto a ti, rey, te diré la verdad,
pase lo que pase -dijo-, y no negaré que soy de la gente de Argos.
Esto lo primero, y que no, si Fortuna forjó a un Sinón desgraciado,
lo haga también, malvado, vano y mentiroso.
Puede que haya llegado a tus oídos hablando
de Palamedes Belida el nombre y la fama
gloriosa, a quien los pelasgos con trampas
siendo inocente, con falsas pruebas porque vetaba sus guerras,
a la muerte enviaron y hoy le lloran de la luz privado.
Como acompañante suyo y cercano en la sangre mi padre,
al ser pobre, desde el principio de todo aquí a la guerra me envió.
Mientras incólume estaba en el poder y fuerza tenía en las reuniones
de reyes, también nosotros algún nombre y honra
logramos. Luego que la envidia del tramposo Ulises
(no cosas extrañas os cuento) lo arrojó de las riberas del día,
arrastraba afligido mi vida en tinieblas y llanto
y en mi interior me indignaba del inocente amigo la muerte.
Y no callé, loco, y, a poco que el hado quisiera,
si alguna vez regresaba vencedor a Argos, mi patria,
juré que sería su vengador y un odio amargo moví con mis palabras.
De ahí la pendiente primera de mi mal, de ahí siempre Ulises
a aterrarme con nuevos crímenes, de ahí a lanzar voces
ambiguas al pueblo y a buscar a propósito guerra.
Y no paró, así, hasta que auxiliado por Calcante...
pero ¿a qué fin doy vueltas en vano a tanta amargura
o a qué me detengo? Si en una misma fila tenéis a todos los aqueos,
ya habéis escuchado bastante, cumplid ahora mismo el castigo;
que así lo querría el de Ítaca y en mucho os tendrían los Atridas”
»Pero ya ardemos por saber e investigar las causas,
ignorantes de crímenes tan grandes y de la maña pelasga.
Tembloroso prosigue y habla con pecho fingido:
» “A menudo, abandonando Troya, los dánaos ansiaron
preparar la fuga y agotados dejar una guerra tan larga.
¡Así lo lograran! A menudo en el mar les frenó
la dura tormenta y el Austro frustró su partida.
Y justo cuando ya aquí tejido de tablas de arce
se alzaba el caballo, por todo el cielo restalló la tormenta.
Intrigados enviamos a indagar de Febo el oráculo
a Eurípilo, quien nos trae de su templo estas tristes palabras:
‘Con sangre aplacasteis al viento y matando a una virgen,
dánaos, el día que a estas costas ilíacas vinisteis;
con sangre debéis procurar el retorno y con el sacrificio
de un alma de Argos. En cuanto esta voz llegó a los oídos del pueblo,
se suspendieron los ánimos y un helado temblor recorrió
lo hondo de los huesos, a quién designaban los hados,
a quién pide Apolo.
»En esto el de Ítaca con gran reunión a Calcante
el adivino arrastra al centro; le pide que aclare
cuál sea la voluntad de los dioses. Y muchos ya me cantaban
a mí el crimen cruel del tramposo, y en silencio
veían lo que iba a venir. Diez días calla aquél y escondido
se niega a señalar a nadie con su voz y mandarlo a la muerte.
A la fuerza, por fin, empujado por el de Ítaca con grandes gritos,
rompe de acuerdo con él su silencio y me envía hacia el ara.
Estuvieron todos de acuerdo y, lo que cada cual para sí se temía,
convertido en la ruina de uno solo soportaron.
Y ya había llegado el día nefando. Ya se me habían dispuesto
las harinas saladas y las cintas en torno a mis sienes.
De la muerte escapé, lo confieso, y rompí mis cadenas
y en la oscuridad de la noche me escondí entre la ova
de un lago limoso mientras se hacían a la mar,
si acaso lo hacían. Y no hay ya para mí alguna esperanza
de volver a ver mi antigua patria ni a mis dulces hijos
o a mi padre añorado, a cuantos aquéllos quizá
hagan pagar nuestra huida y expiarán con su muerte mi culpa.
Por eso, por los dioses y los númenes que saben la verdad,
por la fe sin tacha, si es que alguna queda entre los mortales,
te suplico, compadécete de fatigas tan grandes,
compadécete de un corazón que sufre lo que no merece.”
»Por sus lágrimas le salvamos la vida y nos compadecemos encima.
Y Príamo mismo ordena el primero quitarlas esposas
y las apretadas ligaduras y así le dice con palabras de amigo:
“Seas quien seas, olvida desde ahora a los griegos que dejaste
(serás de los nuestros) y dime la verdad, que te pregunto:
¿para qué levantaron esa mole del caballo imponente?
¿Quién lo ideó o qué pretenden? ¿Es algún voto?
¿Es tal vez algún artefacto guerrero? ”
Había dicho. Y aquél en trampas experto y en la maña pelasga
levantó a las estrellas sus palmas libres de cadenas:
“A vosotras, llamas eternas, y a vuestro numen inviolable
por testigos os pongo -dice-,
y también a vosotros, altares y nefandas espadas
de los que pude huir, y cintas de los dioses que llevé al sacrificio:
permitidme romper los sagrados juramentos de los griegos,
permitidme odiar a esos hombres y poner todo en claro,
todo cuanto ocultan. Que ninguna ley de la patria me ata.
Tú sólo mantén tus promesas y si, Troya, te salvas,
respeta tu palabra si te digo verdad, si te entrego cosas importantes.
De los dánaos toda la esperanza y la fe de la guerra emprendida
residió siempre en la ayuda de Palas. Ahora bien,
desde que Ulises el inventor de crímenes y el hijo de Tideo
osaron sacar del templo consagrado el fatal Paladio
dando muerte a los guardianes de la fortaleza escarpada,
robaron la sagrada imagen y con manos de sangre
se atrevieron a mancillar de la diosa las cintas benditas,
desde aquello bajaron las esperanzas de los dánaos,
quebradas sus fuerzas, vuelta de espaldas la voluntad de la diosa.
Y con prodigios no dudosos dio señas de eso Tritonia.
Apenas colocaron la estatua en el campo: llamas brillantes
ardieron en sus ojos encendidos y un salado sudor
cayó de sus miembros y tres veces sola se alzó
(asombra decirlo) del suelo con su escudo y la lanza agitando.
Se apresura Calcante a decir que probemos la huida por mar
y que no puede Pérgamo abrirse a las flechas argólicas
si no buscan de nuevo augurios en Argos y otra vez traen
con el mar y las curvas naves el numen que un día trajeron.
Y ahora que con el viento han buscado la patria Micenas,
armas y dioses tratan de ganarse y llegarán de improviso,
surcando el mar de nuevo; así ve el futuro Calcante.
Advertidos levantaron esta estatua por el numen herido,
por el Paladio, para expiar el crimen funesto.
Y mandó Calcante construir inmensa esta mole
y tejiendo sus tablas levantarla hasta el cielo,
para que entrar no pudiera por las puertas ni cruzar las murallas,
ni proteger a vuestro pueblo bajo su antiguo poder.
Pues si vuestra mano violase el don de Minerva,
una gran maldición sobre el reino de Príamo
y sobre los frigios caería (los dioses la vuelvan antes contra ellos).
Si al contrario por vuestras manos subiera hasta vuestra ciudad,
Asia caería en guerra terrible sobre las murallas de Pélope,
y ésa sería la suerte reservada a nuestros nietos.”
»Resultaba creíble la cosa con tales insidias y la maña
del perjuro Sinón, y capturó con trampas y lágrimas
a quienes ni el Tidida ni Aquiles de Larisa
lograron domar, ni diez años, ni miles de barcos.
»En ese momento un nuevo prodigio mucho más terrible
aparece ante los desgraciados y turba sus pechos confiados.
Laocoonte, sacado a suertes sacerdote de Neptuno,
degollaba en su ara festiva un toro tremendo.
Y mira por dónde (me muero al contarlo), dos grandes serpientes
se lanzan al mar desde Ténedos por la quieta llanura
con curvas inmensas y buscan la costa ala vez;
sus pechos se levantan entre las olas y con crestas
de sangre asoman en el agua, el resto se dibuja
en el mar y retuerce sus lomos enormes en un torbellino.
Suena el silbido en la sal espumante, y ya a tierra llegaban
e inyectados en sangre y en fuego sus ojos ardientes,
sacudían sus bocas silbantes vibrando las lenguas.
Escapamos exangües ante la visión. Aquéllas en ruta certera
buscan a Laocoonte, y primero rodean con su abrazo
los pequeños cuerpos de sus dos hijos y a mordiscos devoran
sus pobres miembros; se abalanzan después sobre aquel
que acudía en su ayuda con las flechas y abrazan
su cuerpo en monstruosos anillos, y ya en dos vueltas
lo tienen agarrado rodeándole el cuello con sus cuerpos de escamas,
y sacan por encima la cabeza y las altas cervices.
Él trata a la vez con las manos de deshacer los nudos,
con las cintas manchadas de sangre seca y negro veneno,
a la vez lanza al cielo sus gritos horrendos,
como los mugidos cuando el toro escapa herido del ara
sacudiendo de su cerviz el hacha que erró el golpe.
Se escapan luego los dragones gemelos hacia el alto santuario
y buscan el alcázar de la cruel Tritónide
ya los pies de la diosa, bajo el círculo de su escudo, se esconden.
Entonces fue cuando un nuevo pavor se asoma a los pechos
temblorosos de todos y se dice que Laocoonte había pagado su crimen,
por herir con su lanza la madera sagrada
y llegar a clavar en su lomo la lanza asesina.
Gritan que hay que buscar un lugar a la efigie
y ganarse el numen de la diosa.
Rompemos los muros y de la ciudad abrimos las murallas.
Todos manos a la obra ponen ruedas a los pies,
y tienden a su cuello cuerdas de estopa;
atraviesa los muros el ingenio fatal, preñado de armas.
A su lado los mozos y las doncellas cantan sus himnos
y gózanse si pueden tocar con su mano la cuerda;
entra aquél y se desliza, amenazante, hasta el centro de la ciudad.
¡Ay, patria! ¡Ay, Ilión, morada de dioses, y muros
dardánidas, en la guerra famosos! Cuatro veces
justo en el umbral de la puerta se detuvo, otras tantas
gritaron de la panza las armas. Sin embargo, insistimos
inconscientes y en ciego frenesí colocamos
en lo más santo de la fortaleza el monstruo funesto.
Aún entonces Casandra, a quien por mandato del dios los teucros
no creían, abrió su boca para mostrarnos el destino futuro.
¡Pobres de nosotros! Era aquel nuestro último día
y adornamos con festivas guirnaldas los templos de la ciudad.
»Gira el cielo entretanto y del Océano sube la noche
envolviendo en su abrazo de sombra la tierra y el polo
y los engaños de los mirmídones. Repartidos por los muros
callaron los teucros; el sopor se apodera de sus miembros cansados.
Y ya acudía desde Ténedos la falange argiva con las naves formadas
entre el silencio amigo de la luna callada,
buscando la conocida playa, cuando la nave capitana
encendió las antorchas y, protegido por el hado inicuo de los dioses,
libera Sinón a los griegos encerrados en la panza y descorre
a escondidas los cerrojos de pino. Abierto a las brisas
los devuelve el caballo y alegres se lanzan de la hueca
madera los jefes Tesandro y Esténelo y Ulises cruel
bajando por la cuerda tendida, y Acamante y Toante
y el Pelida Neoptólemo y Macaonte el primero,
y Menelao y Epeo, el propio urdidor de la trampa.
Invaden la ciudad sepultada en el sueño y el vino;
son muertos los guardias, y abriendo las puertas reciben
a todos los compañeros y se reúnen los ejércitos cómplices.
»Era el tiempo en que llega el descanso primero a los hombres
cansados y se nos mete dentro, gratísimo regalo de los dioses.
En sueños, atiende, se me apareció tristísimo Héctor
ante mis ojos, derramando un llanto sin fin,
como cuando fue arrebatado por las bigas y negro
del polvo cruento y atravesados por una correa
sus pies tumefactos. ¡Ay de mí y cómo estaba!
¡Qué distinto del Héctor aquel que volvió revestido
de los despojos de Aquiles o que lanzaba los fuegos frigios
a las naves de los dánaos! En desorden la barba
y el cabello encostrado de sangre... y aquellas heridas,
que muchas recibió rodeando de la patria los muros.
Entre mis propias lágrimas
me veía llamando al héroe y expresarle estos tristes lamentos:
“¡Oh, luz de Dardania, de los teucros la más firme esperanza!
¿Qué ha podido retenerte? ¿De qué riberas vienes
Héctor ansiado? ¡Cómo te vemos, después de tantas muertes
de los tuyos, agotados por tantas fatigas de los hombres
y de nuestra ciudad! ¿Qué indigna causa tu rostro
sereno manchó? ¿Por qué esas heridas estoy contemplando?”
Nada repuso él a mis vanas preguntas, nada repuso
pero sacando un grave gemido de lo hondo del pecho,
“Ay, ¡huye, hijo de la diosa! -dijo-, líbrate de estas llamas.
Está el enemigo en los muros; Troya se derrumba desde lo más alto.
Bastante hemos dado a la patria y a Príamo. Si con tu diestra pudieras
salvar a Pérgamo, ya por la mía habría sido salvada.
Troya te encomienda sus objetos sagrados y sus Penates.
Tómalos; compañeros de tu suerte, surca el mar
y levanta para ellos unas dignas murallas.”
Dice así y saca del interior del templo las cintas
con sus manos, y Vesta poderosa, y el fuego eterno.
»Se llenan entretanto las murallas de duelos diversos,
y más y más, aunque estaba apartada la casa
de Anquises, mi padre, y los árboles la escondían,
claro se vuelve el sonido y se acerca el horror de las armas.
Salgo de mi sueño y llego subiendo
a lo más alto del tejado y me paro, atento el oído:
como cuando la llama por la ira del Austro
cae sobre el sembrado o el rápido torrente del río inunda
los campos, inunda los alegres sembrados y las labores
de los bueyes y arranca de cuajo los bosques; se queda de piedra,
ignorante, el pastor sobre el alto peñasco escuchando el bramido.
Entonces por fin quedó al descubierto su lealtad y se vieron las trampas
de los dánaos. Ya se derrumba por Vulcano vencida la casa
enorme de Deífobo, ya se incendia muy cerca
Ucalegonte; las anchas aguas del Sigeo relucen de fuego.
Se alza a la vez el clamor de los hombres y el clangor de las tubas.
Cojo, loco, mis armas; nada pienso con ellas sino que arde
mi pecho por reunir un grupo para el combate y con mis amigos
acudir al alcázar; el furor y la ira aceleran
mis ideas y me viene la imagen de una hermosa muerte con las armas.
»Y, mira, Panto que se libró de las flechas aqueas,
Panto de Otris, sacerdote del alcázar y de Febo,
llevando en sus manos los objetos de culto y a los dioses vencidos
y al pequeño nieto, y se dirige, loco, corriendo a las puertas:
“¿Dónde están peor las cosas, Panto? ¿Qué almena ocupamos?”
Sin dejarme hablar me responde gimiendo:
“Ya está aquí el día final y la hora que Dardania no puede
evitar. Hubo troyanos, hubo una Ilión y una gloria inmortal
de los teucros: Júpiter cruel se ha llevado todo
a Argos; los dánaos dominan una ciudad en llamas.
Erguido sin piedad en medio del recinto, el caballo
vomita guerreros y Sinón victorioso, insolente,
incendios provoca. Otros están a las puertas abiertas,
cuantos a miles llegaron de Micenas la grande;
otros han ocupado con lanzas enhiestas las calles
estrechas; se levanta una línea de hierro, dispuesta a morir,
trazada de filos brillantes; apenas intentan la lucha
los primeros centinelas de las puertas y resisten a ciegas:”
Por estas palabras del hijo de Otris y el numen divino
me lanzo al combate y a las llamas a donde me convoca la Erinia
funesta y el estruendo, y el clamor que se eleva hasta el cielo.
Se me unen mis amigos Ripeo y el famoso guerrero
Épito, que descubrí a la luz de la luna, e Hípanis y Dimante
se ponen también a nuestro lado y el joven Corebo
hijo de Migdón: justo por entonces a Troya
acababa de llegar ardiente de amor insano por Casandra
y como yerno brindaba su ayuda a los frigios y a Príamo,
¡pobre de él, que no oyó los consejos de una esposa inspirada!
En cuanto los vi juntos, enardecidos por combatir,
comienzo a decirles «Jóvenes, corazones en vano valientes,
si abrigáis un inmenso deseo de seguir al que quiere
llegar hasta el fin, estáis viendo qué suerte es la nuestra.
Han abandonado los templos y han dejado las aras los dioses
que un día mantuvieron en pie nuestro imperio: acudís en ayuda
de una ciudad en llamas. ¡Caigamos en el centro del combate!
La única salvación para el vencido es no esperar salvación alguna.”
Logré encender de esta forma las almas de los jóvenes. Y luego,
como lobos rapaces en la oscura niebla, a quienes un hambre terrible
los lanza fuera, ciegos, y sus cachorros abandonados esperan
con las fauces secas, entre dardos, entre los enemigos
buscamos una muerte segura avanzando hacia el centro de la ciudad;
una negra noche vuela sobre nosotros con su cóncava sombra.
¿Quién puede narrar el desastre de la noche aquella,
quién tanta muerte, o puede igualar las fatigas con lágrimas?
Se derrumba una antigua ciudad que reinó muchos años;
hay muchísimos cuerpos inertes por todas las calles
y por las mansiones y los sagrados umbrales de los dioses.
Mas no sólo los teucros pagaban su pena con sangre,
que a veces también el valor retorna al corazón de los vencidos
y caen los dánaos vencedores. Por todas partes un duelo
cruel, por todas partes el miedo y la imagen repetida de la muerte.
Andrógeo de los dánaos fue el primero en acercarse a nosotros, ignorante,
con gran compañía, pensando en tropa de su bando;
es más, se dirige a nosotros con palabras amigas:
“¡Aprisa, soldados! Pues ¿qué pereza tan inoportuna
os retrasa? Otros toman ya botín y Pérgamo saquean
en llamas, ¿y vosotros llegáis aún de las altas naves?”
Dijo, y al punto advirtió (pues que no se le daban respuestas
creíbles) que había caído entre sus enemigos.
De piedra se quedó y a un tiempo volvió atrás pies y palabras.
Como el que al poner pie en el suelo entre ásperas zarzas
pisó una serpiente, sin verla, y huye al instante asustado
de la que hincha ya su cuello azulenco y se encrespa de ira.
No de otro modo se marchaba Andrógeo tembloroso por lo que veía.
Nos lanzamos y los rodeamos en un bosque de armas,
y los aplastamos al no saber donde estaban, parados
de espanto; favorece Fortuna nuestra empresa primera.
Y entonces Corebo, saltando de gozo ante el éxito, dice:
»Sigamos, amigos, por donde Fortuna primero
nos muestra el camino y por donde aparece mejor;
cambiemos las armas y tomemos los estandartes
de los dánaos. Trampa o valor, ¿quién demandará al enemigo?
Ellos nos darán sus armas.» Tras así decir se coloca
el emplumado yelmo de Andrógeo y la preciada prenda de su escudo
y acomoda a su costado la espada de un argivo.
Lo mismo Ripeo, lo mismo hace Dimante y alegres también
los jóvenes todos: cada cual se va armando con el botín reciente.
Avanzamos mezclados con los dánaos bajo un numen adverso
y, en la ciega noche enfrentados, combates innúmeros
nos vimos trabando, y a muchos aqueos enviamos al Orco.
Unos huyen a sus naves y buscan corriendo la costa
segura; otros miedo cobarde al enorme caballo
trepan de nuevo y en la madera amiga se ocultan.
»¡Ay, que en nada puede uno confiar contra la voluntad de los dioses!
Mira cómo arrastran de los cabellos a la hija de Príamo,
a Casandra la virgen, fuera del templo y la morada de Minerva,
levantando hacia el cielo sus ojos ardientes en vano,
sus ojos, que sus manos de niña cadenas las atan.
No soportó este espectáculo, enloqueciendo, Corebo,
y se lanzó dispuesto a morir en medio del ejército;
todos le seguimos y caemos dentro de un bosque de armas.
Y primero somos abatidos por las flechas que lanzan
desde el tejado de un templo los nuestros y se hizo terrible matanza
por la apariencia de nuestras armas y el error de los griegos penachos.
Después se presentan los dánaos por todos lados gritando de ira
por haberles quitado la doncella, el acérrimo Áyax
y los dos hijos de Atreo y el ejército entero de los dólopes.
Como cuando en quebrado remolino los vientos contrarios
se enfrentan, el Céfiro y el Noto y el alegre Euro
con sus orientales caballos; gritan los bosques y el espumoso Nereo
con su tridente se agita y sacude desde el fondo profundo los mares.
También acuden aquellos a quienes engañamos con trampas
en lo oscuro de la noche y perseguimos por toda la ciudad;
advierten los primeros los dardos y los engañosos escudos
y señalan por el sonido las lenguas discordantes.
E inmediatamente nos aplastan con su número y el primero Corebo
cayó junto al altar de la diosa armipotente por mano
de Penéleo; cae así mismo Ripeo, el hombre más justo
que hubo entre los teucros y el mejor cumplidor de lo bueno
(otra cosa pareció a los dioses); también Hípanis y Dimante perecen
atravesados por sus compañeros, y, Panto, ni tu mucha piedad
ni las cintas de Apolo de caer te libraron.
¡Ay, cenizas de Ilión y llama final de los míos! Os pongo
por testigos de que nada rehuí en vuestra ruina,
ni flechas ni nada, y de que habría caído a manos de los dánaos
si lo hubiera querido mi sino. De allí nos marchamos,
Ífito y Pelias conmigo (a Ífito la edad lo retrasa
y tardo vuelve a Pelias la herida de Ulises),
atraídos por un griterío que venía del palacio de Príamo.
Aquí sí que vemos un combate tremendo; como si
no hubiera más guerra y nadie muriera en toda la ciudad,
así vemos a un indómito Marte y a los dánaos tratando de entrar
en palacio y la puerta atacada por tenaz ariete.
Se pegan las escalas a los muros y justo bajo la puerta
se apoyan en los escalones y cubiertos con los escudos
en la izquierda hacia los dardos se lanzan y tocan con su diestra los aleros.
Por el contrario, arrancan los Dardánidas las torres y todos
los tejados de las casas; con tales armas cuando ven el final
se aprestan a la defensa en la hora postrera de la muerte,
y las doradas vigas, altivo adorno de los antiguos padres,
hacen rodar; forman otros, espadas enhiestas, en las últimas
puertas, que en fila cerrada vigilan.
Oso Nos lanzan nuestros corazones a defender la morada del rey
y brindar ayuda a esos valientes, sumando nuestro brazo a los vencidos.
»Había una entrada y una puerta falsa y un pasadizo
entre las casas de Príamo, por la parte de atrás,
por donde solía la infeliz Andrómaca, cuando era fuerte su reino,
ir sin compañía con frecuencia a casa de sus suegros
y llevarle al abuelo al pequeño Astianacte.
Así que paso por ahí a lo más alto del tejado, desde donde
los pobres teucros arrojaban sus dardos inútiles.
De su elevada base arrancamos y empujamos la torre aquella
que se alzaba sobre el vacío hasta los astros,
levantada en la parte más alta, de donde Troya entera solía
contemplarse y las naves de los dánaos y el campamento aqueo,
cavando con el hierro alrededor ahí donde los bordes de las tablas
presentaban junturas abiertas. Se vino abajo de repente, gran ruina
produjo con estruendo y en gran extensión cayó sobre las tropas
de los dánaos. Mas otros acuden y no cesa entretanto
toda clase de piedras y dardos.
»Ante la misma entrada y en el umbral primero, salta
Pirro de gozo entre las flechas, brillando con la luz de sus bronces;
como una culebra que comió malas hierbas cuando sale a la luz;
el helado invierno la mantenía hinchada bajo tierra,
pero ahora, dejando su piel vieja, con la nueva de juventud reluce
y, estirándose al sol, agita irguiendo el pecho
su lomo brillante y vibra su boca de triple lengua.
A la vez el gran Perifante y el que llevó los caballos de Aquiles,
Automedonte, su escudero, y a la vez toda la juventud de Esciros
al palacio se acercan y lanzan sus llamas al tejado.
Pirro entre los primeros rompe la puerta a hachazos
terribles y arranca de cuajo las jambas de bronce;
y ya parte de una viga y ataca la firme madera
abriendo un enorme agujero de boca muy ancha.
Ya se ve el interior de la casa y se abren los amplios atrios;
ya aparecen las habitaciones de Príamo y los reyes de antes
y se ve a los guerreros que están en la entrada.
Y el interior del palacio ve mezclarse gemidos
y mísero tumulto, y con el ulular dolorido de mujeres
resuenan los huecos de la casa; hiere los astros de oro el clamor.
Vagan también las madres asustadas por las salas inmensas
y a los postes se abrazan y los llenan de besos.
Pirro arremete con la fuerza de su padre y contra él no valen
ni cerrojos ni guardias; se tambalea la puerta
a golpes de ariete y sacadas de su quicio caen las jambas.
Se abre un camino de violencia. Rompen la entrada y los dánaos
que pasan matan a los primeros y llenan de soldados el lugar.
Que tanto no hace espúmea corriente cuando rompe su cauce,
y se lanza y vence con su remolino a las moles que frente le hacen
y arrasa enloquecida los sembrados y por todos los campos
confunde ganados y establos. Y con estos ojos ni a Neoptólemo
loco de sangre y a los dos Atridas en la puerta,
yo vi a Hécuba y a sus cien nueras y a Príamo por los altares
manchando de sangre los fuegos que había consagrado.
Aquellas cincuenta alcobas, esperanza tan grande de nietos,
cayeron y cayeron sus puertas orgullosas del oro y el botín
de los bárbaros; llegan los dánaos donde no llega el fuego.
»Y quizá me preguntes también cuál fue el sino de Príamo.
Cuando vio la ruina de su ciudad conquistada y abatidos
los umbrales de palacio y al enemigo dentro de su casa,
en vano toma el viejo en sus hombros temblorosos las armas
enmohecidas tiempo ha, por la edad
y se ciñe el hierro inútil y lánzase a morir entre los enemigos.
Había un altar al aire libre, en medio del recinto sagrado,
enorme, y a su lado un laurel muy antiguo
que caía sobre el ara y abrazaba con su sombra los Penates.
Estos altares en vano rodean Hécuba y sus hijas
que aquí se juntan como palomas que la negra tempestad empuja,
y estaban sentadas abrazando las estatuas de los dioses.
Mas cuando vio nada menos que a Príamo ceñido
con las armas de un joven: “¿Qué idea tan loca, pobre esposo mío,
te ha llevado a armarte de ese modo? -dijo-, ¿a dónde corres?
No precisa esta hora de ayudas así ni de defensores
como tú; no, ni aunque mi Héctor estuviera con nosotros.
Anda, ven aquí. El altar nos protegerá a todos,
o moriremos juntos,” Y al callar lo abrazó
en su regazo y sentó al anciano en el lugar sagrado.
»Y ahí va por su lado Polites, uno de los hijos de Príamo,
escapado de las manos de Pirro, y recorre en su huida
los largos pórticos entre las flechas, entre los enemigos,
y pasa herido por las habitaciones vacías. Pirro le persigue
ansioso por herirle de muerte y ya casi lo tiene y le da con su lanza.
Cuando por fin escapa y llega hasta los ojos y el rostro de sus padres,
es ya para morir y perder entre mucha sangre la vida.
Príamo entonces, aunque casi lo abraza la muerte,
no calló sin embargo ni evitó dar gritos de ira:
“A ti, a ti -exclama-, por este crimen, por todo lo que has hecho,
si hay aún en el cielo alguna piedad que vigile estas cosas,
te paguen los dioses precio justo y el premio adecuado,
por haberme hecho ver la muerte de mi hijo
y manchar con tu crimen la mirada de sus padres.
No se portó de esa manera el gran Aquiles, del que te mientas hijo,
con su enemigo Príamo; que respetó los sagrados derechos
de un suplicante y me dejó enterrar el cuerpo exangüe
de mi Héctor y me devolvió a mi reino.”
Dejó de hablar el anciano y lanzó sin fuerzas una flecha
inocente que rechazó sin más el bronco bronce
y quedó inútilmente colgando del escudo en el centro.
Y entonces Pirro: “Llévale esto y sé mi mensajero
ante el Pelida, mi padre. Y no olvides contarle
las tristes hazañas de un Neoptólemo degenerado.
Ahora, muere.” Así diciendo justo hasta el altar
lo arrastró, tembloroso y resbalando en la sangre de su hijo;
con la izquierda cogió su cabello, desenvainó con la diestra
su espada brillante y la hundió en el costado hasta la empuñadura.
Éste fue el fin de los hados de Príamo, esta muerte le cupo en suerte
tras ver el incendio de Troya y la ruina de Pérgamo,
a él, otrora orgulloso señor de tantos pueblos y tierras
de Asia. Yace enorme su tronco en la playa,
arrancada de los hombros la cabeza y sin nombre su cuerpo.
»Entonces por vez primera se apoderó de mí cruel horror.
Me quedé estupefacto; la imagen me vino de mi querido padre
cuando vi exhalar el último aliento al rey de su edad
por herida cruel; pensé en Creúsa abandonada,
y mi casa saqueada y la muerte de mi pequeño Julo.
Miro atrás y reviso la tropa que aún tengo.
Todos me abandonaron agotados y saltaron a tierra
o entregaron sus cuerpos heridos a las llamas.
»Y quedaba yo sólo cuando veo a la hija de Tindáneo
guardando el templo de Vesta y escondida en silencio
en un lugar secreto; los incendios iluminan
mi vagar y a todas partes dirijo mis ojos.
Temiendo de antemano el odio de los teucros por la caída de Pérgamo
y el castigo de los dánaos y la ira de su esposo abandonado,
Erinia común de Troya y de su patria,
se había escondido y, odiada, estaba sentada en los altares.
Llamas ardieron en mi corazón; una ira me nace por vengar a mi patria
en su ruina y castigar tan graves crímenes.
“¡Vaya! ¿Ésta, a salvo, volverá a ver Esparta y su patria
Micenas y volverá a reinar con el triunfo obtenido?
¿Y a su esposo verá y la casa de su padre y a sus hijos
rodeada de troyanas y con servidores frigios?
¿Y Príamo habrá muerto por la espada? ¿Y Troya habrá caído por el fuego?
¿Y habrá rezumado sangre tantas veces la playa dardania?
No tal. Que aunque no hay título alguno memorable
en vencer a una mujer, esta victoria tiene su recompensa;
por haber acabado con un crimen e infligir una pena
merecida seré alabado y gozaré mi ánimo saciando
de fama vengadora y cumpliendo con las cenizas de los míos.”
»Y hete aquí que a un joven atado a la espalda de manos
con gran griterío los pastores ante el rey arrastraban
Dardánidas, que, desconocido, a los que lo hallaron
se entregó para urdir todo esto y abrir Troya a los griegos,
confiado de ánimo y para ambas tareas dispuesto,
bien a tramar sus engaños, bien a marchar a una muerte segura.
De todas partes acude con ganas de verle
y compite la juventud troyana en burlarse del preso.
Escucha ahora las trampas de los dánaos y por el crimen de uno
conócelos a todos.
Pues cuando en medio del corro, turbado y sin armas,
se detuvo y miró con sus ojos las tropas de Frigia,
“¡Ay! ¿Qué tierra ahora -dijo-, qué mares me pueden
guardar o qué queda por fin para mí desgraciado,
que no tengo siquiera un lugar con los dánaos y encima
los hostiles Dardánidas mi castigo reclaman con sangre?”
Con este lamento cambió nuestros ánimos
y aplacó nuestros ímpetus todos.
Le pedimos que cuente de qué sangre viene,
y qué lo trae; que nos diga cuál es, prisionero, su confianza.
» “Toda por cierto a ti, rey, te diré la verdad,
pase lo que pase -dijo-, y no negaré que soy de la gente de Argos.
Esto lo primero, y que no, si Fortuna forjó a un Sinón desgraciado,
lo haga también, malvado, vano y mentiroso.
Puede que haya llegado a tus oídos hablando
de Palamedes Belida el nombre y la fama
gloriosa, a quien los pelasgos con trampas
siendo inocente, con falsas pruebas porque vetaba sus guerras,
a la muerte enviaron y hoy le lloran de la luz privado.
Como acompañante suyo y cercano en la sangre mi padre,
al ser pobre, desde el principio de todo aquí a la guerra me envió.
Mientras incólume estaba en el poder y fuerza tenía en las reuniones
de reyes, también nosotros algún nombre y honra
logramos. Luego que la envidia del tramposo Ulises
(no cosas extrañas os cuento) lo arrojó de las riberas del día,
arrastraba afligido mi vida en tinieblas y llanto
y en mi interior me indignaba del inocente amigo la muerte.
Y no callé, loco, y, a poco que el hado quisiera,
si alguna vez regresaba vencedor a Argos, mi patria,
juré que sería su vengador y un odio amargo moví con mis palabras.
De ahí la pendiente primera de mi mal, de ahí siempre Ulises
a aterrarme con nuevos crímenes, de ahí a lanzar voces
ambiguas al pueblo y a buscar a propósito guerra.
Y no paró, así, hasta que auxiliado por Calcante...
pero ¿a qué fin doy vueltas en vano a tanta amargura
o a qué me detengo? Si en una misma fila tenéis a todos los aqueos,
ya habéis escuchado bastante, cumplid ahora mismo el castigo;
que así lo querría el de Ítaca y en mucho os tendrían los Atridas”
»Pero ya ardemos por saber e investigar las causas,
ignorantes de crímenes tan grandes y de la maña pelasga.
Tembloroso prosigue y habla con pecho fingido:
» “A menudo, abandonando Troya, los dánaos ansiaron
preparar la fuga y agotados dejar una guerra tan larga.
¡Así lo lograran! A menudo en el mar les frenó
la dura tormenta y el Austro frustró su partida.
Y justo cuando ya aquí tejido de tablas de arce
se alzaba el caballo, por todo el cielo restalló la tormenta.
Intrigados enviamos a indagar de Febo el oráculo
a Eurípilo, quien nos trae de su templo estas tristes palabras:
‘Con sangre aplacasteis al viento y matando a una virgen,
dánaos, el día que a estas costas ilíacas vinisteis;
con sangre debéis procurar el retorno y con el sacrificio
de un alma de Argos. En cuanto esta voz llegó a los oídos del pueblo,
se suspendieron los ánimos y un helado temblor recorrió
lo hondo de los huesos, a quién designaban los hados,
a quién pide Apolo.
»En esto el de Ítaca con gran reunión a Calcante
el adivino arrastra al centro; le pide que aclare
cuál sea la voluntad de los dioses. Y muchos ya me cantaban
a mí el crimen cruel del tramposo, y en silencio
veían lo que iba a venir. Diez días calla aquél y escondido
se niega a señalar a nadie con su voz y mandarlo a la muerte.
A la fuerza, por fin, empujado por el de Ítaca con grandes gritos,
rompe de acuerdo con él su silencio y me envía hacia el ara.
Estuvieron todos de acuerdo y, lo que cada cual para sí se temía,
convertido en la ruina de uno solo soportaron.
Y ya había llegado el día nefando. Ya se me habían dispuesto
las harinas saladas y las cintas en torno a mis sienes.
De la muerte escapé, lo confieso, y rompí mis cadenas
y en la oscuridad de la noche me escondí entre la ova
de un lago limoso mientras se hacían a la mar,
si acaso lo hacían. Y no hay ya para mí alguna esperanza
de volver a ver mi antigua patria ni a mis dulces hijos
o a mi padre añorado, a cuantos aquéllos quizá
hagan pagar nuestra huida y expiarán con su muerte mi culpa.
Por eso, por los dioses y los númenes que saben la verdad,
por la fe sin tacha, si es que alguna queda entre los mortales,
te suplico, compadécete de fatigas tan grandes,
compadécete de un corazón que sufre lo que no merece.”
»Por sus lágrimas le salvamos la vida y nos compadecemos encima.
Y Príamo mismo ordena el primero quitarlas esposas
y las apretadas ligaduras y así le dice con palabras de amigo:
“Seas quien seas, olvida desde ahora a los griegos que dejaste
(serás de los nuestros) y dime la verdad, que te pregunto:
¿para qué levantaron esa mole del caballo imponente?
¿Quién lo ideó o qué pretenden? ¿Es algún voto?
¿Es tal vez algún artefacto guerrero? ”
Había dicho. Y aquél en trampas experto y en la maña pelasga
levantó a las estrellas sus palmas libres de cadenas:
“A vosotras, llamas eternas, y a vuestro numen inviolable
por testigos os pongo -dice-,
y también a vosotros, altares y nefandas espadas
de los que pude huir, y cintas de los dioses que llevé al sacrificio:
permitidme romper los sagrados juramentos de los griegos,
permitidme odiar a esos hombres y poner todo en claro,
todo cuanto ocultan. Que ninguna ley de la patria me ata.
Tú sólo mantén tus promesas y si, Troya, te salvas,
respeta tu palabra si te digo verdad, si te entrego cosas importantes.
De los dánaos toda la esperanza y la fe de la guerra emprendida
residió siempre en la ayuda de Palas. Ahora bien,
desde que Ulises el inventor de crímenes y el hijo de Tideo
osaron sacar del templo consagrado el fatal Paladio
dando muerte a los guardianes de la fortaleza escarpada,
robaron la sagrada imagen y con manos de sangre
se atrevieron a mancillar de la diosa las cintas benditas,
desde aquello bajaron las esperanzas de los dánaos,
quebradas sus fuerzas, vuelta de espaldas la voluntad de la diosa.
Y con prodigios no dudosos dio señas de eso Tritonia.
Apenas colocaron la estatua en el campo: llamas brillantes
ardieron en sus ojos encendidos y un salado sudor
cayó de sus miembros y tres veces sola se alzó
(asombra decirlo) del suelo con su escudo y la lanza agitando.
Se apresura Calcante a decir que probemos la huida por mar
y que no puede Pérgamo abrirse a las flechas argólicas
si no buscan de nuevo augurios en Argos y otra vez traen
con el mar y las curvas naves el numen que un día trajeron.
Y ahora que con el viento han buscado la patria Micenas,
armas y dioses tratan de ganarse y llegarán de improviso,
surcando el mar de nuevo; así ve el futuro Calcante.
Advertidos levantaron esta estatua por el numen herido,
por el Paladio, para expiar el crimen funesto.
Y mandó Calcante construir inmensa esta mole
y tejiendo sus tablas levantarla hasta el cielo,
para que entrar no pudiera por las puertas ni cruzar las murallas,
ni proteger a vuestro pueblo bajo su antiguo poder.
Pues si vuestra mano violase el don de Minerva,
una gran maldición sobre el reino de Príamo
y sobre los frigios caería (los dioses la vuelvan antes contra ellos).
Si al contrario por vuestras manos subiera hasta vuestra ciudad,
Asia caería en guerra terrible sobre las murallas de Pélope,
y ésa sería la suerte reservada a nuestros nietos.”
»Resultaba creíble la cosa con tales insidias y la maña
del perjuro Sinón, y capturó con trampas y lágrimas
a quienes ni el Tidida ni Aquiles de Larisa
lograron domar, ni diez años, ni miles de barcos.
»En ese momento un nuevo prodigio mucho más terrible
aparece ante los desgraciados y turba sus pechos confiados.
Laocoonte, sacado a suertes sacerdote de Neptuno,
degollaba en su ara festiva un toro tremendo.
Y mira por dónde (me muero al contarlo), dos grandes serpientes
se lanzan al mar desde Ténedos por la quieta llanura
con curvas inmensas y buscan la costa ala vez;
sus pechos se levantan entre las olas y con crestas
de sangre asoman en el agua, el resto se dibuja
en el mar y retuerce sus lomos enormes en un torbellino.
Suena el silbido en la sal espumante, y ya a tierra llegaban
e inyectados en sangre y en fuego sus ojos ardientes,
sacudían sus bocas silbantes vibrando las lenguas.
Escapamos exangües ante la visión. Aquéllas en ruta certera
buscan a Laocoonte, y primero rodean con su abrazo
los pequeños cuerpos de sus dos hijos y a mordiscos devoran
sus pobres miembros; se abalanzan después sobre aquel
que acudía en su ayuda con las flechas y abrazan
su cuerpo en monstruosos anillos, y ya en dos vueltas
lo tienen agarrado rodeándole el cuello con sus cuerpos de escamas,
y sacan por encima la cabeza y las altas cervices.
Él trata a la vez con las manos de deshacer los nudos,
con las cintas manchadas de sangre seca y negro veneno,
a la vez lanza al cielo sus gritos horrendos,
como los mugidos cuando el toro escapa herido del ara
sacudiendo de su cerviz el hacha que erró el golpe.
Se escapan luego los dragones gemelos hacia el alto santuario
y buscan el alcázar de la cruel Tritónide
ya los pies de la diosa, bajo el círculo de su escudo, se esconden.
Entonces fue cuando un nuevo pavor se asoma a los pechos
temblorosos de todos y se dice que Laocoonte había pagado su crimen,
por herir con su lanza la madera sagrada
y llegar a clavar en su lomo la lanza asesina.
Gritan que hay que buscar un lugar a la efigie
y ganarse el numen de la diosa.
Rompemos los muros y de la ciudad abrimos las murallas.
Todos manos a la obra ponen ruedas a los pies,
y tienden a su cuello cuerdas de estopa;
atraviesa los muros el ingenio fatal, preñado de armas.
A su lado los mozos y las doncellas cantan sus himnos
y gózanse si pueden tocar con su mano la cuerda;
entra aquél y se desliza, amenazante, hasta el centro de la ciudad.
¡Ay, patria! ¡Ay, Ilión, morada de dioses, y muros
dardánidas, en la guerra famosos! Cuatro veces
justo en el umbral de la puerta se detuvo, otras tantas
gritaron de la panza las armas. Sin embargo, insistimos
inconscientes y en ciego frenesí colocamos
en lo más santo de la fortaleza el monstruo funesto.
Aún entonces Casandra, a quien por mandato del dios los teucros
no creían, abrió su boca para mostrarnos el destino futuro.
¡Pobres de nosotros! Era aquel nuestro último día
y adornamos con festivas guirnaldas los templos de la ciudad.
»Gira el cielo entretanto y del Océano sube la noche
envolviendo en su abrazo de sombra la tierra y el polo
y los engaños de los mirmídones. Repartidos por los muros
callaron los teucros; el sopor se apodera de sus miembros cansados.
Y ya acudía desde Ténedos la falange argiva con las naves formadas
entre el silencio amigo de la luna callada,
buscando la conocida playa, cuando la nave capitana
encendió las antorchas y, protegido por el hado inicuo de los dioses,
libera Sinón a los griegos encerrados en la panza y descorre
a escondidas los cerrojos de pino. Abierto a las brisas
los devuelve el caballo y alegres se lanzan de la hueca
madera los jefes Tesandro y Esténelo y Ulises cruel
bajando por la cuerda tendida, y Acamante y Toante
y el Pelida Neoptólemo y Macaonte el primero,
y Menelao y Epeo, el propio urdidor de la trampa.
Invaden la ciudad sepultada en el sueño y el vino;
son muertos los guardias, y abriendo las puertas reciben
a todos los compañeros y se reúnen los ejércitos cómplices.
»Era el tiempo en que llega el descanso primero a los hombres
cansados y se nos mete dentro, gratísimo regalo de los dioses.
En sueños, atiende, se me apareció tristísimo Héctor
ante mis ojos, derramando un llanto sin fin,
como cuando fue arrebatado por las bigas y negro
del polvo cruento y atravesados por una correa
sus pies tumefactos. ¡Ay de mí y cómo estaba!
¡Qué distinto del Héctor aquel que volvió revestido
de los despojos de Aquiles o que lanzaba los fuegos frigios
a las naves de los dánaos! En desorden la barba
y el cabello encostrado de sangre... y aquellas heridas,
que muchas recibió rodeando de la patria los muros.
Entre mis propias lágrimas
me veía llamando al héroe y expresarle estos tristes lamentos:
“¡Oh, luz de Dardania, de los teucros la más firme esperanza!
¿Qué ha podido retenerte? ¿De qué riberas vienes
Héctor ansiado? ¡Cómo te vemos, después de tantas muertes
de los tuyos, agotados por tantas fatigas de los hombres
y de nuestra ciudad! ¿Qué indigna causa tu rostro
sereno manchó? ¿Por qué esas heridas estoy contemplando?”
Nada repuso él a mis vanas preguntas, nada repuso
pero sacando un grave gemido de lo hondo del pecho,
“Ay, ¡huye, hijo de la diosa! -dijo-, líbrate de estas llamas.
Está el enemigo en los muros; Troya se derrumba desde lo más alto.
Bastante hemos dado a la patria y a Príamo. Si con tu diestra pudieras
salvar a Pérgamo, ya por la mía habría sido salvada.
Troya te encomienda sus objetos sagrados y sus Penates.
Tómalos; compañeros de tu suerte, surca el mar
y levanta para ellos unas dignas murallas.”
Dice así y saca del interior del templo las cintas
con sus manos, y Vesta poderosa, y el fuego eterno.
»Se llenan entretanto las murallas de duelos diversos,
y más y más, aunque estaba apartada la casa
de Anquises, mi padre, y los árboles la escondían,
claro se vuelve el sonido y se acerca el horror de las armas.
Salgo de mi sueño y llego subiendo
a lo más alto del tejado y me paro, atento el oído:
como cuando la llama por la ira del Austro
cae sobre el sembrado o el rápido torrente del río inunda
los campos, inunda los alegres sembrados y las labores
de los bueyes y arranca de cuajo los bosques; se queda de piedra,
ignorante, el pastor sobre el alto peñasco escuchando el bramido.
Entonces por fin quedó al descubierto su lealtad y se vieron las trampas
de los dánaos. Ya se derrumba por Vulcano vencida la casa
enorme de Deífobo, ya se incendia muy cerca
Ucalegonte; las anchas aguas del Sigeo relucen de fuego.
Se alza a la vez el clamor de los hombres y el clangor de las tubas.
Cojo, loco, mis armas; nada pienso con ellas sino que arde
mi pecho por reunir un grupo para el combate y con mis amigos
acudir al alcázar; el furor y la ira aceleran
mis ideas y me viene la imagen de una hermosa muerte con las armas.
»Y, mira, Panto que se libró de las flechas aqueas,
Panto de Otris, sacerdote del alcázar y de Febo,
llevando en sus manos los objetos de culto y a los dioses vencidos
y al pequeño nieto, y se dirige, loco, corriendo a las puertas:
“¿Dónde están peor las cosas, Panto? ¿Qué almena ocupamos?”
Sin dejarme hablar me responde gimiendo:
“Ya está aquí el día final y la hora que Dardania no puede
evitar. Hubo troyanos, hubo una Ilión y una gloria inmortal
de los teucros: Júpiter cruel se ha llevado todo
a Argos; los dánaos dominan una ciudad en llamas.
Erguido sin piedad en medio del recinto, el caballo
vomita guerreros y Sinón victorioso, insolente,
incendios provoca. Otros están a las puertas abiertas,
cuantos a miles llegaron de Micenas la grande;
otros han ocupado con lanzas enhiestas las calles
estrechas; se levanta una línea de hierro, dispuesta a morir,
trazada de filos brillantes; apenas intentan la lucha
los primeros centinelas de las puertas y resisten a ciegas:”
Por estas palabras del hijo de Otris y el numen divino
me lanzo al combate y a las llamas a donde me convoca la Erinia
funesta y el estruendo, y el clamor que se eleva hasta el cielo.
Se me unen mis amigos Ripeo y el famoso guerrero
Épito, que descubrí a la luz de la luna, e Hípanis y Dimante
se ponen también a nuestro lado y el joven Corebo
hijo de Migdón: justo por entonces a Troya
acababa de llegar ardiente de amor insano por Casandra
y como yerno brindaba su ayuda a los frigios y a Príamo,
¡pobre de él, que no oyó los consejos de una esposa inspirada!
En cuanto los vi juntos, enardecidos por combatir,
comienzo a decirles «Jóvenes, corazones en vano valientes,
si abrigáis un inmenso deseo de seguir al que quiere
llegar hasta el fin, estáis viendo qué suerte es la nuestra.
Han abandonado los templos y han dejado las aras los dioses
que un día mantuvieron en pie nuestro imperio: acudís en ayuda
de una ciudad en llamas. ¡Caigamos en el centro del combate!
La única salvación para el vencido es no esperar salvación alguna.”
Logré encender de esta forma las almas de los jóvenes. Y luego,
como lobos rapaces en la oscura niebla, a quienes un hambre terrible
los lanza fuera, ciegos, y sus cachorros abandonados esperan
con las fauces secas, entre dardos, entre los enemigos
buscamos una muerte segura avanzando hacia el centro de la ciudad;
una negra noche vuela sobre nosotros con su cóncava sombra.
¿Quién puede narrar el desastre de la noche aquella,
quién tanta muerte, o puede igualar las fatigas con lágrimas?
Se derrumba una antigua ciudad que reinó muchos años;
hay muchísimos cuerpos inertes por todas las calles
y por las mansiones y los sagrados umbrales de los dioses.
Mas no sólo los teucros pagaban su pena con sangre,
que a veces también el valor retorna al corazón de los vencidos
y caen los dánaos vencedores. Por todas partes un duelo
cruel, por todas partes el miedo y la imagen repetida de la muerte.
Andrógeo de los dánaos fue el primero en acercarse a nosotros, ignorante,
con gran compañía, pensando en tropa de su bando;
es más, se dirige a nosotros con palabras amigas:
“¡Aprisa, soldados! Pues ¿qué pereza tan inoportuna
os retrasa? Otros toman ya botín y Pérgamo saquean
en llamas, ¿y vosotros llegáis aún de las altas naves?”
Dijo, y al punto advirtió (pues que no se le daban respuestas
creíbles) que había caído entre sus enemigos.
De piedra se quedó y a un tiempo volvió atrás pies y palabras.
Como el que al poner pie en el suelo entre ásperas zarzas
pisó una serpiente, sin verla, y huye al instante asustado
de la que hincha ya su cuello azulenco y se encrespa de ira.
No de otro modo se marchaba Andrógeo tembloroso por lo que veía.
Nos lanzamos y los rodeamos en un bosque de armas,
y los aplastamos al no saber donde estaban, parados
de espanto; favorece Fortuna nuestra empresa primera.
Y entonces Corebo, saltando de gozo ante el éxito, dice:
»Sigamos, amigos, por donde Fortuna primero
nos muestra el camino y por donde aparece mejor;
cambiemos las armas y tomemos los estandartes
de los dánaos. Trampa o valor, ¿quién demandará al enemigo?
Ellos nos darán sus armas.» Tras así decir se coloca
el emplumado yelmo de Andrógeo y la preciada prenda de su escudo
y acomoda a su costado la espada de un argivo.
Lo mismo Ripeo, lo mismo hace Dimante y alegres también
los jóvenes todos: cada cual se va armando con el botín reciente.
Avanzamos mezclados con los dánaos bajo un numen adverso
y, en la ciega noche enfrentados, combates innúmeros
nos vimos trabando, y a muchos aqueos enviamos al Orco.
Unos huyen a sus naves y buscan corriendo la costa
segura; otros miedo cobarde al enorme caballo
trepan de nuevo y en la madera amiga se ocultan.
»¡Ay, que en nada puede uno confiar contra la voluntad de los dioses!
Mira cómo arrastran de los cabellos a la hija de Príamo,
a Casandra la virgen, fuera del templo y la morada de Minerva,
levantando hacia el cielo sus ojos ardientes en vano,
sus ojos, que sus manos de niña cadenas las atan.
No soportó este espectáculo, enloqueciendo, Corebo,
y se lanzó dispuesto a morir en medio del ejército;
todos le seguimos y caemos dentro de un bosque de armas.
Y primero somos abatidos por las flechas que lanzan
desde el tejado de un templo los nuestros y se hizo terrible matanza
por la apariencia de nuestras armas y el error de los griegos penachos.
Después se presentan los dánaos por todos lados gritando de ira
por haberles quitado la doncella, el acérrimo Áyax
y los dos hijos de Atreo y el ejército entero de los dólopes.
Como cuando en quebrado remolino los vientos contrarios
se enfrentan, el Céfiro y el Noto y el alegre Euro
con sus orientales caballos; gritan los bosques y el espumoso Nereo
con su tridente se agita y sacude desde el fondo profundo los mares.
También acuden aquellos a quienes engañamos con trampas
en lo oscuro de la noche y perseguimos por toda la ciudad;
advierten los primeros los dardos y los engañosos escudos
y señalan por el sonido las lenguas discordantes.
E inmediatamente nos aplastan con su número y el primero Corebo
cayó junto al altar de la diosa armipotente por mano
de Penéleo; cae así mismo Ripeo, el hombre más justo
que hubo entre los teucros y el mejor cumplidor de lo bueno
(otra cosa pareció a los dioses); también Hípanis y Dimante perecen
atravesados por sus compañeros, y, Panto, ni tu mucha piedad
ni las cintas de Apolo de caer te libraron.
¡Ay, cenizas de Ilión y llama final de los míos! Os pongo
por testigos de que nada rehuí en vuestra ruina,
ni flechas ni nada, y de que habría caído a manos de los dánaos
si lo hubiera querido mi sino. De allí nos marchamos,
Ífito y Pelias conmigo (a Ífito la edad lo retrasa
y tardo vuelve a Pelias la herida de Ulises),
atraídos por un griterío que venía del palacio de Príamo.
Aquí sí que vemos un combate tremendo; como si
no hubiera más guerra y nadie muriera en toda la ciudad,
así vemos a un indómito Marte y a los dánaos tratando de entrar
en palacio y la puerta atacada por tenaz ariete.
Se pegan las escalas a los muros y justo bajo la puerta
se apoyan en los escalones y cubiertos con los escudos
en la izquierda hacia los dardos se lanzan y tocan con su diestra los aleros.
Por el contrario, arrancan los Dardánidas las torres y todos
los tejados de las casas; con tales armas cuando ven el final
se aprestan a la defensa en la hora postrera de la muerte,
y las doradas vigas, altivo adorno de los antiguos padres,
hacen rodar; forman otros, espadas enhiestas, en las últimas
puertas, que en fila cerrada vigilan.
Oso Nos lanzan nuestros corazones a defender la morada del rey
y brindar ayuda a esos valientes, sumando nuestro brazo a los vencidos.
»Había una entrada y una puerta falsa y un pasadizo
entre las casas de Príamo, por la parte de atrás,
por donde solía la infeliz Andrómaca, cuando era fuerte su reino,
ir sin compañía con frecuencia a casa de sus suegros
y llevarle al abuelo al pequeño Astianacte.
Así que paso por ahí a lo más alto del tejado, desde donde
los pobres teucros arrojaban sus dardos inútiles.
De su elevada base arrancamos y empujamos la torre aquella
que se alzaba sobre el vacío hasta los astros,
levantada en la parte más alta, de donde Troya entera solía
contemplarse y las naves de los dánaos y el campamento aqueo,
cavando con el hierro alrededor ahí donde los bordes de las tablas
presentaban junturas abiertas. Se vino abajo de repente, gran ruina
produjo con estruendo y en gran extensión cayó sobre las tropas
de los dánaos. Mas otros acuden y no cesa entretanto
toda clase de piedras y dardos.
»Ante la misma entrada y en el umbral primero, salta
Pirro de gozo entre las flechas, brillando con la luz de sus bronces;
como una culebra que comió malas hierbas cuando sale a la luz;
el helado invierno la mantenía hinchada bajo tierra,
pero ahora, dejando su piel vieja, con la nueva de juventud reluce
y, estirándose al sol, agita irguiendo el pecho
su lomo brillante y vibra su boca de triple lengua.
A la vez el gran Perifante y el que llevó los caballos de Aquiles,
Automedonte, su escudero, y a la vez toda la juventud de Esciros
al palacio se acercan y lanzan sus llamas al tejado.
Pirro entre los primeros rompe la puerta a hachazos
terribles y arranca de cuajo las jambas de bronce;
y ya parte de una viga y ataca la firme madera
abriendo un enorme agujero de boca muy ancha.
Ya se ve el interior de la casa y se abren los amplios atrios;
ya aparecen las habitaciones de Príamo y los reyes de antes
y se ve a los guerreros que están en la entrada.
Y el interior del palacio ve mezclarse gemidos
y mísero tumulto, y con el ulular dolorido de mujeres
resuenan los huecos de la casa; hiere los astros de oro el clamor.
Vagan también las madres asustadas por las salas inmensas
y a los postes se abrazan y los llenan de besos.
Pirro arremete con la fuerza de su padre y contra él no valen
ni cerrojos ni guardias; se tambalea la puerta
a golpes de ariete y sacadas de su quicio caen las jambas.
Se abre un camino de violencia. Rompen la entrada y los dánaos
que pasan matan a los primeros y llenan de soldados el lugar.
Que tanto no hace espúmea corriente cuando rompe su cauce,
y se lanza y vence con su remolino a las moles que frente le hacen
y arrasa enloquecida los sembrados y por todos los campos
confunde ganados y establos. Y con estos ojos ni a Neoptólemo
loco de sangre y a los dos Atridas en la puerta,
yo vi a Hécuba y a sus cien nueras y a Príamo por los altares
manchando de sangre los fuegos que había consagrado.
Aquellas cincuenta alcobas, esperanza tan grande de nietos,
cayeron y cayeron sus puertas orgullosas del oro y el botín
de los bárbaros; llegan los dánaos donde no llega el fuego.
»Y quizá me preguntes también cuál fue el sino de Príamo.
Cuando vio la ruina de su ciudad conquistada y abatidos
los umbrales de palacio y al enemigo dentro de su casa,
en vano toma el viejo en sus hombros temblorosos las armas
enmohecidas tiempo ha, por la edad
y se ciñe el hierro inútil y lánzase a morir entre los enemigos.
Había un altar al aire libre, en medio del recinto sagrado,
enorme, y a su lado un laurel muy antiguo
que caía sobre el ara y abrazaba con su sombra los Penates.
Estos altares en vano rodean Hécuba y sus hijas
que aquí se juntan como palomas que la negra tempestad empuja,
y estaban sentadas abrazando las estatuas de los dioses.
Mas cuando vio nada menos que a Príamo ceñido
con las armas de un joven: “¿Qué idea tan loca, pobre esposo mío,
te ha llevado a armarte de ese modo? -dijo-, ¿a dónde corres?
No precisa esta hora de ayudas así ni de defensores
como tú; no, ni aunque mi Héctor estuviera con nosotros.
Anda, ven aquí. El altar nos protegerá a todos,
o moriremos juntos,” Y al callar lo abrazó
en su regazo y sentó al anciano en el lugar sagrado.
»Y ahí va por su lado Polites, uno de los hijos de Príamo,
escapado de las manos de Pirro, y recorre en su huida
los largos pórticos entre las flechas, entre los enemigos,
y pasa herido por las habitaciones vacías. Pirro le persigue
ansioso por herirle de muerte y ya casi lo tiene y le da con su lanza.
Cuando por fin escapa y llega hasta los ojos y el rostro de sus padres,
es ya para morir y perder entre mucha sangre la vida.
Príamo entonces, aunque casi lo abraza la muerte,
no calló sin embargo ni evitó dar gritos de ira:
“A ti, a ti -exclama-, por este crimen, por todo lo que has hecho,
si hay aún en el cielo alguna piedad que vigile estas cosas,
te paguen los dioses precio justo y el premio adecuado,
por haberme hecho ver la muerte de mi hijo
y manchar con tu crimen la mirada de sus padres.
No se portó de esa manera el gran Aquiles, del que te mientas hijo,
con su enemigo Príamo; que respetó los sagrados derechos
de un suplicante y me dejó enterrar el cuerpo exangüe
de mi Héctor y me devolvió a mi reino.”
Dejó de hablar el anciano y lanzó sin fuerzas una flecha
inocente que rechazó sin más el bronco bronce
y quedó inútilmente colgando del escudo en el centro.
Y entonces Pirro: “Llévale esto y sé mi mensajero
ante el Pelida, mi padre. Y no olvides contarle
las tristes hazañas de un Neoptólemo degenerado.
Ahora, muere.” Así diciendo justo hasta el altar
lo arrastró, tembloroso y resbalando en la sangre de su hijo;
con la izquierda cogió su cabello, desenvainó con la diestra
su espada brillante y la hundió en el costado hasta la empuñadura.
Éste fue el fin de los hados de Príamo, esta muerte le cupo en suerte
tras ver el incendio de Troya y la ruina de Pérgamo,
a él, otrora orgulloso señor de tantos pueblos y tierras
de Asia. Yace enorme su tronco en la playa,
arrancada de los hombros la cabeza y sin nombre su cuerpo.
»Entonces por vez primera se apoderó de mí cruel horror.
Me quedé estupefacto; la imagen me vino de mi querido padre
cuando vi exhalar el último aliento al rey de su edad
por herida cruel; pensé en Creúsa abandonada,
y mi casa saqueada y la muerte de mi pequeño Julo.
Miro atrás y reviso la tropa que aún tengo.
Todos me abandonaron agotados y saltaron a tierra
o entregaron sus cuerpos heridos a las llamas.
»Y quedaba yo sólo cuando veo a la hija de Tindáneo
guardando el templo de Vesta y escondida en silencio
en un lugar secreto; los incendios iluminan
mi vagar y a todas partes dirijo mis ojos.
Temiendo de antemano el odio de los teucros por la caída de Pérgamo
y el castigo de los dánaos y la ira de su esposo abandonado,
Erinia común de Troya y de su patria,
se había escondido y, odiada, estaba sentada en los altares.
Llamas ardieron en mi corazón; una ira me nace por vengar a mi patria
en su ruina y castigar tan graves crímenes.
“¡Vaya! ¿Ésta, a salvo, volverá a ver Esparta y su patria
Micenas y volverá a reinar con el triunfo obtenido?
¿Y a su esposo verá y la casa de su padre y a sus hijos
rodeada de troyanas y con servidores frigios?
¿Y Príamo habrá muerto por la espada? ¿Y Troya habrá caído por el fuego?
¿Y habrá rezumado sangre tantas veces la playa dardania?
No tal. Que aunque no hay título alguno memorable
en vencer a una mujer, esta victoria tiene su recompensa;
por haber acabado con un crimen e infligir una pena
merecida seré alabado y gozaré mi ánimo saciando
de fama vengadora y cumpliendo con las cenizas de los míos.”
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