Indice - Literatura
La cuna de la cultura occidental es Grecia. Es en Grecia donde se origina el desarrollo primigenio de la literatura occidental y donde también surgen los modelos literarios que servirán de referencia a las posteriores literaturas.
PERIODOS DE LA LITERATURA GRIEGA
Jónico o Arcaico s.XII - s.VI a.c
Homero con la Ilíada y la Odisea.
Hesíodo Los Trabajos y los Días y Teogonía.
Destaca el género épico, en menor medida el lírico:
Safo de Lesbos y Píndaro.
Ático o Siglo de Pericles s.V - s. IV a.c.
Tragedia y comedia.
Tragedia: Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Comedia: Aristófanes.
Alejandrino s.IV - s. II a.c.
Comedia: Menandro
Lírica: Teócrito
Greco-Latino s.II a.c- s. VI d.c.
Épica : Virgilio
Lírica : Horacio y Ovidio
CARACTERÍSTICAS DE LOS POEMAS HOMERICOS:
1. La forma métrica de los poemas es el verso heroico, también llamado, hexámetro dactílico.
2. Tanto La Iliada como La Odisea están divididos en 24 cantos o rapsodias.
3. Fueron creados para oyentes. No hay que olvidar que el poema era cantado por los aedas al son de una forminge, un instrumento de 3 ó 4 cuerdas parecido a una lira.
4. Son epopeyas heroicas que se inscriben en el género épico.
5. Nos entregan las características de la cultura griega, su cosmovisión, su organización política y social y sobre todo sus aspiraciones colectivas a través de los arquetipos axiológicos que presentan ambos poemas homéricos (Aquiles arquetipo de la valentía, Ulises de la astucia, Néstor de la prudencia, Penélope de la fidelidad, etc...).
6. Abunda en epítetos y perífrasis (el ingenioso Ulises, El de los pies ligeros, en referencia a Aquiles, el prudente Néstor, etc.).
7. Los dioses intervienen como personajes y toman partido por sus mortales favoritos. Los dioses griegos presentes en los poemas homéricos están impregnados de las mismas pasiones humanas.
La Cuestión Homérica:
Se llama así a todas las diferencias que, en los poemas, han planteado el problema histórico-literario ¿Son la ILIADA y la ODISEA obras del mismo autor? Desde la época Helenística hasta el siglo XIX, las distintas corrientes e interpretaciones resultaron positivas para el mayor conocimiento de los poemas. Pero, es a partir del siglo XIX donde las teorías Analíticas, que niegan la unidad poética de la obra, encienden de nuevo el gran debate. Después de la primera Guerra Mundial se comenzó a considerar la unidad de las epopeyas homéricas, con las llamadas teorías Unitarias. En resumen, Homero es una terminación y un comienzo, y más de una discrepancia de su obra se explica por esta razón. Las raíces de su creación se hunden profundamente en la antigua esfera de la canción heroica oral.
ARGUMENTO DE LA ILIADA:
Es preciso aclarar que esta epopeya no narra toda la Guerra de Troya; sino más bien, un episodio de dicha guerra. Los hechos que relata la Iliada suceden en 51 días del noveno año. Es considerado el poema de la guerra. Tiene un total de 15 674 versos. Enaltece el valor (arte principal en el mundo jónico).
TEMA: La Cólera de Aquiles
Crises, sacerdote troyano del dios Apolo, se dirige al campamento de los griegos para solicitar al jefe de los aqueos, Agamenón, le devuelva a su hija Criseida. El rey de Micenas, Agamenón, insulta al anciano sacerdote provocando que éste implore a Apolo el justo castigo que la soberbia de Agamenón merece. Es, entonces, que Apolo envía una mortal peste sobre los griegos causando serias bajas durante nueve días. Preocupado Aquiles por la muerte de sus compañeros consulta al adivino Calcas sobre cuál es la causa de la peste que asola el campamento aqueo. Calcas le revela que la peste proseguirá hasta que el Atrida Agamenón entregue a Criseida como lo ha solicitado; pero, a cambio, ordena a sus hombres que le traigan a Briseida, muchacha troyana que era esclava de Aquiles. Es muy grande la ofensa causada a Aquiles. Ante el rapto de Briseida, Aquiles desata su primera cólera y decide retirarse de la contienda. Así, los Griegos enfrentan a los troyanos sin su máximo guerrero. Los troyanos aprovechan muy bien esta coyuntura y, dirigidos por Héctor, van ganando terreno.
El noble Patroclo, al observar que los griegos van perdiendo la batalla, le pide a Aquiles que regrese. El pélida de los pies ligeros se niega rotundamente; mas ante la insistencia de Patroclo quien es su mejor amigo decide entregarle sus armas divinas para que pueda enfrentar a los troyanos dándole la expresa instrucción de que se limite a defender las naves griegas.
Cuando Patroclo sale al campo de batalla; los troyanos creen que se trata del gran Aquiles y en tal creencia huyen despavoridos. Apolo desata parte de la armadura de Patroclo y Euforbo le clava la pica. Malherido, Patroclo intenta salir del campo de batalla en busca de Aquiles para ser curado por éste. Sin embargo. Héctor lo alcanza y le da muerte. El cadáver de Patroclo es rescatado por Menelao.
Al enterarse Aquiles de la muerte de su entrañable amigo Patroclo, da grandes muestras de dolor. Se niega a oficiar honras fúnebres al cadáver de Patroclo hasta no haber consumado la venganza. Su madre, la diosa Tetis, trata de disuadirlo. Todo ruego es inútil. El héroe aqueo está sumergido en su segunda cólera. Tetis le pide a Hefaistos que fabrique una nueva armadura para su hijo.
Enfundado en su nueva armadura, Aquiles sale a vengar la muerte de Patroclo. Héctor, el del tremolante casco, defensor de Troya, cae ante la lanza divina del héroe aqueo. Aquiles humilla el cadáver de su enemigo: ata sus tobillos con un cinturón y arrastra el cuerpo del héroe troyano por todo el campo de batalla tres veces. Luego abandona los despojos de Héctor en las afueras de su tienda para que los perros y aves de rapiña den cuenta de él. Afortunadamente Febo y Afrodita impidien que ello ocurra.
Príamo, rey de Troya, envía grandes rescates para recobrar al cadáver de su hijo. Todas sus súplicas se estrellan contra la tozudez de Aquiles. Decide acudir personalmente y tras hincarse ante El Mirmidón logra decir las exactas palabras que conmueven el corazón del héroe aqueo que, impelido por los dioses, consiente en devolver el cuerpo de Héctor.
La obra culmina con los solemnes funerales de Héctor en Troya.
ARGUMENTO DE LA ODISEA:
Tema : Las aventuras de Ulises en su regreso a Ítaca.
La Odisea enaltece la astucia y la fidelidad. Consta de 12,110 versos.
De los sobrevivientes griegos de la Guerra de Troya, sólo Ulises no podía regresar a su reino de Itaca. Han pasado cerca de veinte años desde que Ulises salió de Ítaca dejando a su bella esposa Penélope y a su hijo Telémaco.
El reino está en desorden sin principio de autoridad. Los pretendientes de Penélope (y, por supuesto, pretendientes al trono) creyendo muerto a Ulises, abusan de la hospitalidad que la reina les brinda. Literalmente tienen sitiada a la familia real. La reina fiel a su lazo matrimonial urde estrategias para no desposarse con ninguno de los aspirantes. Ante la insoportable situación, Telémaco viaja a reino de Néstor (Pilos) y de Menelao (Esparta) con el fin de obtener noticias certeras sobre su padre. Ellos le dicen que Calipso retiene a Ulises en la isla de Ogigia; pero Atenea le aconseja regresar a Itaca, pues la ninfa, por orden de Zeus ha dejado libre a Ulises después de siete años de haberlo retenido cautivo.
Una vez libre Ulises, Calipso le facilita una nave para poder así regresar a su patria. Sin embargo, Poseidón resentido con Ulises, porque éste encegueció a Polifemo, hace naufragar su nave en la isla de los feacios. Allí es encontrado por Náusicaa quien lo lleva ante su padre Alcinoo. El rey de los feacios lo acoge en su palacio y, al descubrirse la identidad de Ulises después que relató sus aventuras, lo ayuda a regresar a su patria. El relato se realiza de la siguiente manera:
1. La llegada al país de los ciclones, quienes fueron aliados de los troyanos, en donde Ulises sostiene algunas batallas.
2. La llegada al país de los lotófagos en donde quien comía la flor de loto perdía el recuerdo de la patria y de la familia.
3. La huida del país de los cíclopes y la forma como Ulises consiguió engañar y enceguecer a Polifemo, hijo de Poseidón.
4. La llegada a la isla de Eolo, quien otorga a Ulises una ostra conteniendo los vientos adversos y los curiosos tripulantes de Ulises la abren dejando en libertad los vientos adversos que hacen naufragar la nave.
5. La huida de un pueblo de antropófagos, los Lestrigones.
6. Su encuentro con la hechicera Circe quien convierte en cerdos a sus compañeros. Es ella quien le advierte de algunos futuros peligros.
7. Su visita al reino de los muertos. Allí se entrevista con el adivino Tiresias y enfrenta la sombra de su amada madre Anticlea.
8. Su ingenioso paso por las cercanías de las islas de las sirenas resistiendo la belleza del canto de estos seres que con su melodiosa voz encantaban a los navegantes.
9. Su encuentro con Escila y Caribdis seres monstruosos del estrecho de Mesina.
10. La visita a la isla del Dios Sol y de cómo sus compañeros comieron de las vacas sagradas de su anfitrión.
11. Su posterior llegada a la isla de Calipso quien, enamorada de Ulises, lo retuvo por siete años.
Tras terminar el relato de sus aventuras, Ulises recibe ayuda de Alcinoo para regresar a Ítaca. Al llegar a su patria, Ulises es reconocido por su criado Eumeo y junto con su hijo Telémaco traman la venganza contra los pretendientes de Penélope. Ulises tiene que recuperar su hogar y el lugar que tenía en el mundo itacense antes de partir. La reina Penélope había convocado un concurso para otorgar su mano al ganador. Ninguno de los pretendientes logra salir airoso; sólo Ulises, disfrazado de anciano, logra triunfar al conseguir tensar el arco y atravesar doce anillos con una flecha.
Acto seguido da muerte a los pretendientes. Posteriormente, se produce la reconciliación de los esposos cuando Ulises consigue demostrar su identidad al describir su lecho nupcial. La obra termina con la reconciliación de los itacenses por parte de la Diosa Atenea.
LECTURA: CANTO I - "LA ILIADA" - HOMERO
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de Leto, airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Este, deseando redimir a su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
—¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo.
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate: mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
—Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuése por la orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:
—¡Oyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!
Tal fue su plegaria. Oyóla Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquileo convocó al pueblo a junta: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquileo, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
—¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —también el sueño procede de Zeus— para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.
Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse Calcante Testórida, el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo— y benévolo les arengó diciendo:
—¡Oh Aquileo, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera del dios del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tu si me salvarás.
Respondióle Aquileo, el de los pies ligeros:
— Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes, pues, ¡por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, oh Calcante, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamemnón, que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.
Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:
—No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamemnón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.
Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamemnón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
—¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.
Replicóle el divino Aquileo el de los pies ligeros:
—¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya.
Díjole en respuesta el rey Agamemnón:
—Aunque seas valiente, deiforme Aquileo, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Odiseo, y montará en cólera aquel a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo el divino Odiseo o tú, Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con sacrificios.
Mirándole con torva faz, exclamó Aquileo, el de los pies ligeros:
—¡Ah impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan— sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas y aún me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.
Contestó el rey de hombres Agamemnón:
—Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza un dios te la dio. Vete a la patria llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuanto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.
Tal dijo. Acongójese el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquileo, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció
—¿Por qué, hija de Zeus, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamemnón hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.
Díjole Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
— Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se preocupa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes.
Domínate y obedécenos.
Contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
— Preciso es, oh diosa hacer lo que mandáis aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos muy atendido.
Dijo; y, puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que lleva la égida, entre las demás deidades.
El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces:
— ¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos; ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro, que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos a Aquileo, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.
Así se expresó el Pelida; y tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel —había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera— y benévolo les arengó diciendo:
—¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo.
En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombre como Piritoo, Driante, pastor de pueblos; Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces Centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía —habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron— y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y
escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos, ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquileo, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.
Respondióle el rey Agamemnón:
— Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes, que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?
Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquileo:
—Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte.
Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo cabe a la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; presto tu negruzca sangre correría en torno de mi lanza.
Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo fuese hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe, para el dios, y conduciendo a Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán el ingenioso Odiseo.
En tales cosas ocupábase el ejército. Agamemnón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera a Aquileo, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores:
—Id a la tienda del Pelida Aquileo, y asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le será más duro.
Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquileo, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:
—¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamemnón, que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo, de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves.
De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquileo rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos:
— ¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamemnón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.
Así dijo llorando. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, sentóse al lado de aquél, que lloraba, acaricióle con la mano y le habló de esta manera:
—¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.
Dando profundos suspiros, contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Tebas, la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la de hermosas mejillas. Luego, Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían del áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje.
El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un sabio adivino nos explicó el vaticinio del Flechador, y yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendióse en ira, y levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. A aquélla, los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios, y a la hija de Briseo que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronión, que amontona las sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos, Hera, Poseidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briareo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto a él y abraza sus rodillas: quizá decida favorecer a los teucros y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las popas, cerca del mar, para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamemnón Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.
PERIODO JÓNICO ILIADA Y ODISEA PARTE 2
La cuna de la cultura occidental es Grecia. Es en Grecia donde se origina el desarrollo primigenio de la literatura occidental y donde también surgen los modelos literarios que servirán de referencia a las posteriores literaturas.
PERIODOS DE LA LITERATURA GRIEGA
Jónico o Arcaico s.XII - s.VI a.c
Homero con la Ilíada y la Odisea.
Hesíodo Los Trabajos y los Días y Teogonía.
Destaca el género épico, en menor medida el lírico:
Safo de Lesbos y Píndaro.
Ático o Siglo de Pericles s.V - s. IV a.c.
Tragedia y comedia.
Tragedia: Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Comedia: Aristófanes.
Alejandrino s.IV - s. II a.c.
Comedia: Menandro
Lírica: Teócrito
Greco-Latino s.II a.c- s. VI d.c.
Épica : Virgilio
Lírica : Horacio y Ovidio
CARACTERÍSTICAS DE LOS POEMAS HOMERICOS:
1. La forma métrica de los poemas es el verso heroico, también llamado, hexámetro dactílico.
2. Tanto La Iliada como La Odisea están divididos en 24 cantos o rapsodias.
3. Fueron creados para oyentes. No hay que olvidar que el poema era cantado por los aedas al son de una forminge, un instrumento de 3 ó 4 cuerdas parecido a una lira.
4. Son epopeyas heroicas que se inscriben en el género épico.
5. Nos entregan las características de la cultura griega, su cosmovisión, su organización política y social y sobre todo sus aspiraciones colectivas a través de los arquetipos axiológicos que presentan ambos poemas homéricos (Aquiles arquetipo de la valentía, Ulises de la astucia, Néstor de la prudencia, Penélope de la fidelidad, etc...).
6. Abunda en epítetos y perífrasis (el ingenioso Ulises, El de los pies ligeros, en referencia a Aquiles, el prudente Néstor, etc.).
7. Los dioses intervienen como personajes y toman partido por sus mortales favoritos. Los dioses griegos presentes en los poemas homéricos están impregnados de las mismas pasiones humanas.
La Cuestión Homérica:
Se llama así a todas las diferencias que, en los poemas, han planteado el problema histórico-literario ¿Son la ILIADA y la ODISEA obras del mismo autor? Desde la época Helenística hasta el siglo XIX, las distintas corrientes e interpretaciones resultaron positivas para el mayor conocimiento de los poemas. Pero, es a partir del siglo XIX donde las teorías Analíticas, que niegan la unidad poética de la obra, encienden de nuevo el gran debate. Después de la primera Guerra Mundial se comenzó a considerar la unidad de las epopeyas homéricas, con las llamadas teorías Unitarias. En resumen, Homero es una terminación y un comienzo, y más de una discrepancia de su obra se explica por esta razón. Las raíces de su creación se hunden profundamente en la antigua esfera de la canción heroica oral.
ARGUMENTO DE LA ILIADA:
Es preciso aclarar que esta epopeya no narra toda la Guerra de Troya; sino más bien, un episodio de dicha guerra. Los hechos que relata la Iliada suceden en 51 días del noveno año. Es considerado el poema de la guerra. Tiene un total de 15 674 versos. Enaltece el valor (arte principal en el mundo jónico).
TEMA: La Cólera de Aquiles
Crises, sacerdote troyano del dios Apolo, se dirige al campamento de los griegos para solicitar al jefe de los aqueos, Agamenón, le devuelva a su hija Criseida. El rey de Micenas, Agamenón, insulta al anciano sacerdote provocando que éste implore a Apolo el justo castigo que la soberbia de Agamenón merece. Es, entonces, que Apolo envía una mortal peste sobre los griegos causando serias bajas durante nueve días. Preocupado Aquiles por la muerte de sus compañeros consulta al adivino Calcas sobre cuál es la causa de la peste que asola el campamento aqueo. Calcas le revela que la peste proseguirá hasta que el Atrida Agamenón entregue a Criseida como lo ha solicitado; pero, a cambio, ordena a sus hombres que le traigan a Briseida, muchacha troyana que era esclava de Aquiles. Es muy grande la ofensa causada a Aquiles. Ante el rapto de Briseida, Aquiles desata su primera cólera y decide retirarse de la contienda. Así, los Griegos enfrentan a los troyanos sin su máximo guerrero. Los troyanos aprovechan muy bien esta coyuntura y, dirigidos por Héctor, van ganando terreno.
El noble Patroclo, al observar que los griegos van perdiendo la batalla, le pide a Aquiles que regrese. El pélida de los pies ligeros se niega rotundamente; mas ante la insistencia de Patroclo quien es su mejor amigo decide entregarle sus armas divinas para que pueda enfrentar a los troyanos dándole la expresa instrucción de que se limite a defender las naves griegas.
Cuando Patroclo sale al campo de batalla; los troyanos creen que se trata del gran Aquiles y en tal creencia huyen despavoridos. Apolo desata parte de la armadura de Patroclo y Euforbo le clava la pica. Malherido, Patroclo intenta salir del campo de batalla en busca de Aquiles para ser curado por éste. Sin embargo. Héctor lo alcanza y le da muerte. El cadáver de Patroclo es rescatado por Menelao.
Al enterarse Aquiles de la muerte de su entrañable amigo Patroclo, da grandes muestras de dolor. Se niega a oficiar honras fúnebres al cadáver de Patroclo hasta no haber consumado la venganza. Su madre, la diosa Tetis, trata de disuadirlo. Todo ruego es inútil. El héroe aqueo está sumergido en su segunda cólera. Tetis le pide a Hefaistos que fabrique una nueva armadura para su hijo.
Enfundado en su nueva armadura, Aquiles sale a vengar la muerte de Patroclo. Héctor, el del tremolante casco, defensor de Troya, cae ante la lanza divina del héroe aqueo. Aquiles humilla el cadáver de su enemigo: ata sus tobillos con un cinturón y arrastra el cuerpo del héroe troyano por todo el campo de batalla tres veces. Luego abandona los despojos de Héctor en las afueras de su tienda para que los perros y aves de rapiña den cuenta de él. Afortunadamente Febo y Afrodita impidien que ello ocurra.
Príamo, rey de Troya, envía grandes rescates para recobrar al cadáver de su hijo. Todas sus súplicas se estrellan contra la tozudez de Aquiles. Decide acudir personalmente y tras hincarse ante El Mirmidón logra decir las exactas palabras que conmueven el corazón del héroe aqueo que, impelido por los dioses, consiente en devolver el cuerpo de Héctor.
La obra culmina con los solemnes funerales de Héctor en Troya.
ARGUMENTO DE LA ODISEA:
Tema : Las aventuras de Ulises en su regreso a Ítaca.
La Odisea enaltece la astucia y la fidelidad. Consta de 12,110 versos.
De los sobrevivientes griegos de la Guerra de Troya, sólo Ulises no podía regresar a su reino de Itaca. Han pasado cerca de veinte años desde que Ulises salió de Ítaca dejando a su bella esposa Penélope y a su hijo Telémaco.
El reino está en desorden sin principio de autoridad. Los pretendientes de Penélope (y, por supuesto, pretendientes al trono) creyendo muerto a Ulises, abusan de la hospitalidad que la reina les brinda. Literalmente tienen sitiada a la familia real. La reina fiel a su lazo matrimonial urde estrategias para no desposarse con ninguno de los aspirantes. Ante la insoportable situación, Telémaco viaja a reino de Néstor (Pilos) y de Menelao (Esparta) con el fin de obtener noticias certeras sobre su padre. Ellos le dicen que Calipso retiene a Ulises en la isla de Ogigia; pero Atenea le aconseja regresar a Itaca, pues la ninfa, por orden de Zeus ha dejado libre a Ulises después de siete años de haberlo retenido cautivo.
Una vez libre Ulises, Calipso le facilita una nave para poder así regresar a su patria. Sin embargo, Poseidón resentido con Ulises, porque éste encegueció a Polifemo, hace naufragar su nave en la isla de los feacios. Allí es encontrado por Náusicaa quien lo lleva ante su padre Alcinoo. El rey de los feacios lo acoge en su palacio y, al descubrirse la identidad de Ulises después que relató sus aventuras, lo ayuda a regresar a su patria. El relato se realiza de la siguiente manera:
1. La llegada al país de los ciclones, quienes fueron aliados de los troyanos, en donde Ulises sostiene algunas batallas.
2. La llegada al país de los lotófagos en donde quien comía la flor de loto perdía el recuerdo de la patria y de la familia.
3. La huida del país de los cíclopes y la forma como Ulises consiguió engañar y enceguecer a Polifemo, hijo de Poseidón.
4. La llegada a la isla de Eolo, quien otorga a Ulises una ostra conteniendo los vientos adversos y los curiosos tripulantes de Ulises la abren dejando en libertad los vientos adversos que hacen naufragar la nave.
5. La huida de un pueblo de antropófagos, los Lestrigones.
6. Su encuentro con la hechicera Circe quien convierte en cerdos a sus compañeros. Es ella quien le advierte de algunos futuros peligros.
7. Su visita al reino de los muertos. Allí se entrevista con el adivino Tiresias y enfrenta la sombra de su amada madre Anticlea.
8. Su ingenioso paso por las cercanías de las islas de las sirenas resistiendo la belleza del canto de estos seres que con su melodiosa voz encantaban a los navegantes.
9. Su encuentro con Escila y Caribdis seres monstruosos del estrecho de Mesina.
10. La visita a la isla del Dios Sol y de cómo sus compañeros comieron de las vacas sagradas de su anfitrión.
11. Su posterior llegada a la isla de Calipso quien, enamorada de Ulises, lo retuvo por siete años.
Tras terminar el relato de sus aventuras, Ulises recibe ayuda de Alcinoo para regresar a Ítaca. Al llegar a su patria, Ulises es reconocido por su criado Eumeo y junto con su hijo Telémaco traman la venganza contra los pretendientes de Penélope. Ulises tiene que recuperar su hogar y el lugar que tenía en el mundo itacense antes de partir. La reina Penélope había convocado un concurso para otorgar su mano al ganador. Ninguno de los pretendientes logra salir airoso; sólo Ulises, disfrazado de anciano, logra triunfar al conseguir tensar el arco y atravesar doce anillos con una flecha.
Acto seguido da muerte a los pretendientes. Posteriormente, se produce la reconciliación de los esposos cuando Ulises consigue demostrar su identidad al describir su lecho nupcial. La obra termina con la reconciliación de los itacenses por parte de la Diosa Atenea.
LECTURA: CANTO I - "LA ILIADA" - HOMERO
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de Leto, airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Este, deseando redimir a su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
—¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo.
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate: mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
—Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuése por la orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:
—¡Oyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!
Tal fue su plegaria. Oyóla Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquileo convocó al pueblo a junta: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquileo, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
—¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —también el sueño procede de Zeus— para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.
Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse Calcante Testórida, el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo— y benévolo les arengó diciendo:
—¡Oh Aquileo, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera del dios del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tu si me salvarás.
Respondióle Aquileo, el de los pies ligeros:
— Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes, pues, ¡por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, oh Calcante, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamemnón, que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.
Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:
—No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamemnón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.
Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamemnón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
—¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.
Replicóle el divino Aquileo el de los pies ligeros:
—¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya.
Díjole en respuesta el rey Agamemnón:
—Aunque seas valiente, deiforme Aquileo, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Odiseo, y montará en cólera aquel a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo el divino Odiseo o tú, Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con sacrificios.
Mirándole con torva faz, exclamó Aquileo, el de los pies ligeros:
—¡Ah impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan— sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas y aún me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.
Contestó el rey de hombres Agamemnón:
—Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza un dios te la dio. Vete a la patria llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuanto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.
Tal dijo. Acongójese el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquileo, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció
—¿Por qué, hija de Zeus, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamemnón hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.
Díjole Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
— Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se preocupa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes.
Domínate y obedécenos.
Contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
— Preciso es, oh diosa hacer lo que mandáis aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos muy atendido.
Dijo; y, puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que lleva la égida, entre las demás deidades.
El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces:
— ¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos; ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro, que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos a Aquileo, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.
Así se expresó el Pelida; y tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel —había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera— y benévolo les arengó diciendo:
—¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo.
En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombre como Piritoo, Driante, pastor de pueblos; Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces Centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía —habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron— y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y
escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos, ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquileo, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.
Respondióle el rey Agamemnón:
— Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes, que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?
Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquileo:
—Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte.
Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo cabe a la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; presto tu negruzca sangre correría en torno de mi lanza.
Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo fuese hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe, para el dios, y conduciendo a Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán el ingenioso Odiseo.
En tales cosas ocupábase el ejército. Agamemnón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera a Aquileo, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores:
—Id a la tienda del Pelida Aquileo, y asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le será más duro.
Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquileo, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:
—¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamemnón, que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo, de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves.
De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquileo rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos:
— ¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamemnón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.
Así dijo llorando. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, sentóse al lado de aquél, que lloraba, acaricióle con la mano y le habló de esta manera:
—¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.
Dando profundos suspiros, contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Tebas, la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la de hermosas mejillas. Luego, Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían del áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje.
El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un sabio adivino nos explicó el vaticinio del Flechador, y yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendióse en ira, y levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. A aquélla, los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios, y a la hija de Briseo que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronión, que amontona las sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos, Hera, Poseidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briareo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto a él y abraza sus rodillas: quizá decida favorecer a los teucros y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las popas, cerca del mar, para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamemnón Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.
PERIODO JÓNICO ILIADA Y ODISEA PARTE 2
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