CAPÍTULO XXVI: DEL VINO Y DEL PRIMERO QUE HIZO VINO EN EL COZCO, Y DE SUS PRECIOS

sábado, 8 de junio de 2013

Capítulo XXVI: Del vino y del primero que hizo vino en el Cozco, y de sus precios
El año de mil y quinientos y sesenta, viniéndome a España, pasé por una heredad de Pedro López de Cazalla, natural de Llerena, vecino del Cozco, secretario que fue del Presidente Gasca, la cual se dice Marcahuaci, nueve leguas de la ciudad, y fue a veintiuno de enero, donde hallé un capataz portugués, llamado Alfonso Váez, que sabia mucho de agricultura y era muy buen hombre. El cual me paseó por toda la heredad, que estaba cargada de muy hermosas uvas, sin darme un gajo de ellas, que fuera gran regalo para un huésped caminante y tan amigo como yo lo era suyo y de ellas; mas no lo hizo; y viendo que yo habría notado su cortedad, me dijo que le perdonase, que su señor le había mandado que no tocase ni un grano de las uvas, porque quería hacer vino de ellas, aunque fuese pisándolas en una artesa, como se hizo (según me lo dijo después en España un condiscípulo mío, porque no había lagar ni los demás adherentes, y vio la artesa en que se pisaron), porque quería Pedro López de Cazalla ganar la joya que los Reyes Católicos y el Emperador Carlos Quinto había mandado se diese de su real hacienda al primero que en cualquiera pueblo de españoles sacase fruto nuevo de España, como trigo, cebada, vino y aceite en cierta cantidad. Y esto mandaron aquellos Príncipes de gloriosa memoria porque los españoles se diesen a cultivar aquella tierra y llevasen a ella las cosas de España que en ella no había.
La joya eran dos barras de plata de a trescientos ducados cada una, y la cantidad del trigo o cebada había de ser medio cahíz, y la del vino o aceite habían de ser cuatro arrobas. No quería Pedro López de Cazalla hacer vino por la codicia de los dineros de la joya, que mucho más pudiera sacar de las uvas, sino por la honra y fama de haber sido el primero que en el Cozco hubiese hecho vino de sus viñas. Esto es lo que pasa acerca del primer vino que se hizo en mi pueblo. Otras ciudades del Perú, como fue Huamanca y Arequepa, lo tuvieron mucho antes, y todo era aloquillo. Hablando en Córdoba con un canónigo de Quitu de estas cosas que vamos escribiendo, me dijo que conoció en aquel reino de Quitu un español curioso en cosas de agricultura, particularmente en viñas, que fue el primero que de Rímac llevó la planta a Quitu, que tenía una buena viña, riberas del río que llaman de Mira, que está debajo de la línea equinoccial y es tierra caliente; díjome que le mostró toda la viña, y porque viese la curiosidad que en ella tenía, le enseñó doce apartados que en un pedazo de ella había, que podaba cada mes el suyo, y así tenía uvas frescas todo el año; y que la demás viña la podaba una vez al año, como todos los demás españoles, sus comarcanos. Las viñas se riegan en todo el Perú, y en aquel río es la tierra caliente, siempre de un temple, como las hay en otras muchas partes de aquel Imperio; y así no es mucho que los temporales hagan por todos los meses del año sus efectos en las plantas y mieses, según que les fueren dando y quitando el riego; que casi lo mismo vi yo en algunos valles en el maíz, que en una haza lo sembraban y en otra estaba ya nacido a media pierna y en otra para espigar y en otra ya espigado. Y esto, no hecho por curiosidad, sino por necesidad, como tenían los indios el lugar y la posibilidad para beneficiar sus tierras.
Hasta el año de mil y quinientos y sesenta, que yo salí del Cozco, y años después, no se usaba dar vino a la mesa de los vecinos (que son los que tienen indios) a los huéspedes ordinarios (si no era alguno que lo había menester para su salud), porque el beberlo entonces más parecía vicio que necesidad; que habiendo ganado los españoles aquel Imperio tan sin favor del vino ni de otros regalos semejantes, parece que querían sustentar aquellos buenos principios en no beberlo. También se comedían los huéspedes a no tomarlo, aunque se lo daban, por la carestía de él, porque cuando más barato, valía a treinta ducados el arroba: yo lo vi así después de la guerra de Francisco Hernández Girón. En los tiempos de Gonzalo Pizarro y antes, llegó a valer muchas veces trescientos y cuatrocientos y quinientos ducados una arroba de vino; los años de mil y quinientos y cincuenta y cuatro y cinco hubo mucha falta de él en todo el reino. En la Ciudad de los Reyes llegó a tanto extremo, que no se hallaba para decir misa. El Arzobispo Don Gerónimo de Loaysa, natural de Trujillo, hizo cala y cata, y en una casa hallaron media botija de vino y se guardó para las misas. Con esta necesidad estuvieron algunos días y meses, hasta que entró en el puerto un navío de dos mercaderes que yo conocí, que por buenos respetos a la descendencia de ellos no los nombró, que llevaba dos mil botijas de vino, y hallando la falta de él, vendió las primeras a trescientos y sesenta ducados y las postreras no menos de a doscientos. Este cuento supe del piloto que llevó el navío, porque en el mismo me trajo de Los Reyes a Panamá; por los cuales excesos no se permitía dar vino de ordinario. Un día de aquellos tiempos convidó a comer un caballero que tenía indios a otro que no los tenía; comiendo media docena de españoles en buena conversación, el enviado pidió un jarro de agua para beber; el señor de la casa mandó le diesen vino, y como el otro le dijese que no lo bebía, le dijo: "Pues si no bebéis vino, veníos acá a comer y a cenar cada día". Dijo esto porque de toda la demás costa, sacado el vino, no se hacía cuenta; y aun del vino no se miraba tanto por la costa como por la total falta que muchas veces había de él, por llevarse de tan lejos como España y pasar dos mares tan grandes, por lo cual en aquellos principios se estimó en tanto como se ha dicho. 

Facebook Comments


0 comentarios:

Publicar un comentario