Indice - Comentarios Reales
Capítulo IV: Que había otras muchas casas de escogidas. Compruébase la ley rigurosa.
Todo lo que se ha dicho era de la casa de las vírgenes del Cozco, dedicadas al Sol, a semejanza de la cual había otras muchas en todo el reino, en las provincias más principales, donde el Inca por gran merced y privilegio las mandaba edificar. En las cuales entraban doncellas de todas suertes, así de las legítimas de la sangre real como de las que llamamos bastardas, mezcladas con sangre ajena. Entraban también, por gran favor y merced, hijas de los curacas señores de vasallos; asimismo entraban hijas de la gente común, las que eran escogidas por muy hermosas, porque eran para mujeres o concubinas del Inca y no del Sol. Los padres lo tenían por suma felicidad que les tomasen las hijas para mujeres del Rey, y ellas lo mismo.
Guardábanse con la misma vigilancia y cuidado que las del Sol. Tenían mozas de servicio, doncellas como las otras; sustentábanse de la hacienda del Inca porque eran sus mujeres; entendían en lo mismo que las del Sol, en hilar y tejer y hacer de vestir en grandísima cantidad para el Inca. Hacían también todas las demás cosas que dijimos de las otras. De las cuales obras repartía el Inca con los de su sangre real, con los señores de vasallos y con los capitanes de guerra y con todas las demás personas a quien él, por mucho favor y regalo, quería hacer merced, y no le era prohibido el darles porque las hacían sus mujeres, y no las del Sol, y las hacían para él y no para el Sol.
Tenían también sus Mamacunas, que las gobernaban como a las del Cozco. En suma, todas eran una misma casa, salvo que en la del Cozco entraban para mujeres del Sol y habían de ser legítimas en la sangre real y guardaban perpetua clausura, y en las demás casas del reino entraban mujeres de todas suertes, con que fuesen muy hermosas y doncellas, porque eran para el Inca. De donde, cuando él las pedía, sacaban las más hermosas para llevárselas donde él estaba para concubinas.
Contra los delincuentes de estas casas de las mujeres del Inca había la misma ley rigurosa que contra los adúlteros de las escogidas dedicadas para el Sol, porque el delito era uno mismo, mas nunca se vio ejecutada, porque nunca hubo en quién. En confirmación de lo que decimos de la ley rigurosa contra los atrevidos a las mujeres del Sol o del Inca, dice el contador Agustín de Zárate, hablando de las causas de la muerte violenta de Atahuallpa, Libro segundo, capítulo séptimo, estas palabras, que son sacadas a la letra, que hacen a nuestro propósito: "Y como las averiguaciones que sobre esto se hicieron era por lengua del mismo Felipillo, interpretaba lo que quería conforme a su intención; la causa que le movió nunca se pudo bien averiguar, mas de que fue una de dos, o que este indio tenía amores con una de las mujeres de Atabáliba y quiso con su muerte gozar de ella seguramente, lo cual había ya venido a noticia de Atabáliba, y él se quejó de ello al gobernador, diciendo que sentía más aquel desacato que su prisión ni cuantos desastres le habían venido, aunque se le siguiese la muerte con ellos, que un indio tan bajo le tuviese en tan poco y le hiciese tan gran afrenta, sabiendo él la ley que en aquella tierra había en semejante delito, porque el que se hallaba culpado en él, y aun el que solamente lo intentaba le quemaban vivo con la misma mujer si tenía culpa y mataban a sus padres e hijos y hermanos y a todos los otros parientes cercanos y aun hasta las ovejas de tal adúltero, y demás de esto despoblaban la tierra donde él era natural, sembrándola de sal y cortando los árboles y derribando las casas de toda la población y haciendo otros muy grandes castigos en memoria del delito", etc.
Hasta aquí es de Agustín de Zárate, donde muestra haber tenido entera relación del rigor de aquella ley. Hallélo después de haber escrito lo que yo sabía de ella; holgué mucho hallar la ley tan copiosamente escrita por un caballero español por abonarse con su autoridad, que, aunque todos los demás historiadores hablan de esta ley, lo más que dicen es que a los delincuentes daban pena de muerte, sin decir que también la daban a sus hijos, padres, parientes y a todos los vecinos de su pueblo hasta matar los animales y arrancar los árboles y asolar su patria y sembrarla de piedra o de sal, que todo es uno. Todo lo cual contenía la ley, encareciendo el delito, para dar a entender cuán grave era. Y así lo encareció bien el pobre Inca Atahuallpa, diciendo que sentía más aquel desacato que su prisión ni todas sus adversidades, aunque viniese la muerte con ellas.
Las que una vez salían para concubinas del Rey como ya corruptas, no podían volver a la casa; servían en la casa real como damas o criadas de la reina hasta que las jubilaban y daban licencia que se volviesen a sus tierras, donde les daban casas y heredades y las servían con gran veneración; porque era grandísima honra de toda su nación tener consigo una mujer del Inca. Las que no alcanzaban a ser concubinas del Rey se quedaban en la casa hasta muy viejas; entonces tenían libertad para irse a sus tierras, donde eran servidas como hemos dicho, o se quedaban en las casas hasta morir.
Capítulo IV: Que había otras muchas casas de escogidas. Compruébase la ley rigurosa.
Todo lo que se ha dicho era de la casa de las vírgenes del Cozco, dedicadas al Sol, a semejanza de la cual había otras muchas en todo el reino, en las provincias más principales, donde el Inca por gran merced y privilegio las mandaba edificar. En las cuales entraban doncellas de todas suertes, así de las legítimas de la sangre real como de las que llamamos bastardas, mezcladas con sangre ajena. Entraban también, por gran favor y merced, hijas de los curacas señores de vasallos; asimismo entraban hijas de la gente común, las que eran escogidas por muy hermosas, porque eran para mujeres o concubinas del Inca y no del Sol. Los padres lo tenían por suma felicidad que les tomasen las hijas para mujeres del Rey, y ellas lo mismo.
Guardábanse con la misma vigilancia y cuidado que las del Sol. Tenían mozas de servicio, doncellas como las otras; sustentábanse de la hacienda del Inca porque eran sus mujeres; entendían en lo mismo que las del Sol, en hilar y tejer y hacer de vestir en grandísima cantidad para el Inca. Hacían también todas las demás cosas que dijimos de las otras. De las cuales obras repartía el Inca con los de su sangre real, con los señores de vasallos y con los capitanes de guerra y con todas las demás personas a quien él, por mucho favor y regalo, quería hacer merced, y no le era prohibido el darles porque las hacían sus mujeres, y no las del Sol, y las hacían para él y no para el Sol.
Tenían también sus Mamacunas, que las gobernaban como a las del Cozco. En suma, todas eran una misma casa, salvo que en la del Cozco entraban para mujeres del Sol y habían de ser legítimas en la sangre real y guardaban perpetua clausura, y en las demás casas del reino entraban mujeres de todas suertes, con que fuesen muy hermosas y doncellas, porque eran para el Inca. De donde, cuando él las pedía, sacaban las más hermosas para llevárselas donde él estaba para concubinas.
Contra los delincuentes de estas casas de las mujeres del Inca había la misma ley rigurosa que contra los adúlteros de las escogidas dedicadas para el Sol, porque el delito era uno mismo, mas nunca se vio ejecutada, porque nunca hubo en quién. En confirmación de lo que decimos de la ley rigurosa contra los atrevidos a las mujeres del Sol o del Inca, dice el contador Agustín de Zárate, hablando de las causas de la muerte violenta de Atahuallpa, Libro segundo, capítulo séptimo, estas palabras, que son sacadas a la letra, que hacen a nuestro propósito: "Y como las averiguaciones que sobre esto se hicieron era por lengua del mismo Felipillo, interpretaba lo que quería conforme a su intención; la causa que le movió nunca se pudo bien averiguar, mas de que fue una de dos, o que este indio tenía amores con una de las mujeres de Atabáliba y quiso con su muerte gozar de ella seguramente, lo cual había ya venido a noticia de Atabáliba, y él se quejó de ello al gobernador, diciendo que sentía más aquel desacato que su prisión ni cuantos desastres le habían venido, aunque se le siguiese la muerte con ellos, que un indio tan bajo le tuviese en tan poco y le hiciese tan gran afrenta, sabiendo él la ley que en aquella tierra había en semejante delito, porque el que se hallaba culpado en él, y aun el que solamente lo intentaba le quemaban vivo con la misma mujer si tenía culpa y mataban a sus padres e hijos y hermanos y a todos los otros parientes cercanos y aun hasta las ovejas de tal adúltero, y demás de esto despoblaban la tierra donde él era natural, sembrándola de sal y cortando los árboles y derribando las casas de toda la población y haciendo otros muy grandes castigos en memoria del delito", etc.
Hasta aquí es de Agustín de Zárate, donde muestra haber tenido entera relación del rigor de aquella ley. Hallélo después de haber escrito lo que yo sabía de ella; holgué mucho hallar la ley tan copiosamente escrita por un caballero español por abonarse con su autoridad, que, aunque todos los demás historiadores hablan de esta ley, lo más que dicen es que a los delincuentes daban pena de muerte, sin decir que también la daban a sus hijos, padres, parientes y a todos los vecinos de su pueblo hasta matar los animales y arrancar los árboles y asolar su patria y sembrarla de piedra o de sal, que todo es uno. Todo lo cual contenía la ley, encareciendo el delito, para dar a entender cuán grave era. Y así lo encareció bien el pobre Inca Atahuallpa, diciendo que sentía más aquel desacato que su prisión ni todas sus adversidades, aunque viniese la muerte con ellas.
Las que una vez salían para concubinas del Rey como ya corruptas, no podían volver a la casa; servían en la casa real como damas o criadas de la reina hasta que las jubilaban y daban licencia que se volviesen a sus tierras, donde les daban casas y heredades y las servían con gran veneración; porque era grandísima honra de toda su nación tener consigo una mujer del Inca. Las que no alcanzaban a ser concubinas del Rey se quedaban en la casa hasta muy viejas; entonces tenían libertad para irse a sus tierras, donde eran servidas como hemos dicho, o se quedaban en las casas hasta morir.
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