Capítulo XII: Dos oficios que los decuriones tenian.
Los decuriones de a diez tenían obligación de hacer dos oficios con los de su decuria o escuadra: el uno era ser procurador para socorrerles con su diligencia y solicitud en las necesidades que se les ofreciesen, dando cuenta de ellas al gobernador, o a cualquiera otro ministro a cuyo cargo estuviese el proveerlas, como pedir semilla si les faltaba para sembrar o para comer, o lana para vestir, o rehacer la casa si se le caía o quemaba, o cualquiera otra necesidad mayor o menor; el otro oficio era ser fiscal y acusador de cualquiera delito que cualquiera de los de su escuadra hiciese, por pequeño que fuese, que estaba obligado a dar cuenta al decurión superior, a quien tocaba castigo de tal delito, o a otro más superior, porque conforme a la gravedad del pecado así eran los jueces unos superiores a otros y otros a otros, porque no faltase quien lo castigase con brevedad y no fuese menester ir con cada delito a los jueces superiores con apelaciones una y más veces, y de ellos a los jueces supremos de la corte. Decían que por la dilación del castigo se atrevían muchos a delinquir, y que los pleitos civiles, por las muchas apelaciones, pruebas y tachas se hacían inmortales, y que los pobres, por no pasar tantas molestias y dilaciones, eran forzados a desamparar su justicia y perder su hacienda, porque para cobrar diez se gastaban treinta. Por ende tenían proveído que en cada pueblo hubiese juez que definitivamente sentenciase los pleitos que entre los vecinos se levantasen, salvo los que se ofrecían entre una provincia y otra sobre los pastos o sobre los términos, para los cuales enviaba el Inca juez particular, como adelante diremos.
Cualquiera de los caporales inferiores o superiores que se descuidaba en hacer bien el oficio de procurador incurría en pena y era castigado por ello más o menos rigurosamente, conforme a la necesidad que con su negligencia había dejado de socorrer. Y el que dejaba de acusar el delito del súbdito, aunque fuese holgar un día solo sin bastante causa, hacía suyo el delito ajeno, y se castigaba por dos culpas, una por no haber hecho bien su oficio y otra por el pecado ajeno, que por haberlo callado lo había hecho suyo. Y como cada uno, hecho caporal, como súbdito tenia fiscal que velaba sobre él, procuraba con todo cuidado y diligencia hacer bien su oficio y cumplir con su obligación. Y de aquí nacía que no había vagamundos ni holgazanes, ni nadie osaba hacer cosa que no debiese, porque tenía el acusador cerca y el castigo era riguroso, que, por la mayor parte era de muerte, por liviano que fuese el delito, porque decían que no los castigaban por el delito que habían hecho ni por la ofensa ajena, sino por haber quebrantado el mandamiento y roto la palabra del Inca, que lo respetaban como a dios. Y aunque el ofendido se apartare de la querella o no la hubiese dado, sino que procediese la justicia de oficio o por la vía ordinaria de los fiscales o caporales, le daban la pena entera que la ley mandaba dar a cada delito, conforme a su calidad, o de muerte o de azotes o destierro u otros semejantes.
Al hijo de familias castigaban por el delito que cometía, como a todos los demás, conforme a la gravedad de su culpa, aunque no fuese sino la que llaman travesuras de muchachos. Respetaban la edad que tenía para quitar o añadir de la pena, conforme a su inocencia; y al padre castigaban ásperamente por no haber doctrinado y corregido su hijo desde la niñez para que no saliera travieso y de malas costumbres. Estaba a cargo del decurión acusar al hijo, de cualquier delito, también como el padre, por lo cual criaban los hijos con tanto cuidado de que no anduviesen haciendo travesuras ni desvergüenzas por las calles ni por los campos, que, además de la natural condición blanda que los indios tienen, salían los muchachos, por la doctrina de los padres, tan domésticos que de ellos a unos corderos mansos no había diferencia.
Los decuriones de a diez tenían obligación de hacer dos oficios con los de su decuria o escuadra: el uno era ser procurador para socorrerles con su diligencia y solicitud en las necesidades que se les ofreciesen, dando cuenta de ellas al gobernador, o a cualquiera otro ministro a cuyo cargo estuviese el proveerlas, como pedir semilla si les faltaba para sembrar o para comer, o lana para vestir, o rehacer la casa si se le caía o quemaba, o cualquiera otra necesidad mayor o menor; el otro oficio era ser fiscal y acusador de cualquiera delito que cualquiera de los de su escuadra hiciese, por pequeño que fuese, que estaba obligado a dar cuenta al decurión superior, a quien tocaba castigo de tal delito, o a otro más superior, porque conforme a la gravedad del pecado así eran los jueces unos superiores a otros y otros a otros, porque no faltase quien lo castigase con brevedad y no fuese menester ir con cada delito a los jueces superiores con apelaciones una y más veces, y de ellos a los jueces supremos de la corte. Decían que por la dilación del castigo se atrevían muchos a delinquir, y que los pleitos civiles, por las muchas apelaciones, pruebas y tachas se hacían inmortales, y que los pobres, por no pasar tantas molestias y dilaciones, eran forzados a desamparar su justicia y perder su hacienda, porque para cobrar diez se gastaban treinta. Por ende tenían proveído que en cada pueblo hubiese juez que definitivamente sentenciase los pleitos que entre los vecinos se levantasen, salvo los que se ofrecían entre una provincia y otra sobre los pastos o sobre los términos, para los cuales enviaba el Inca juez particular, como adelante diremos.
Cualquiera de los caporales inferiores o superiores que se descuidaba en hacer bien el oficio de procurador incurría en pena y era castigado por ello más o menos rigurosamente, conforme a la necesidad que con su negligencia había dejado de socorrer. Y el que dejaba de acusar el delito del súbdito, aunque fuese holgar un día solo sin bastante causa, hacía suyo el delito ajeno, y se castigaba por dos culpas, una por no haber hecho bien su oficio y otra por el pecado ajeno, que por haberlo callado lo había hecho suyo. Y como cada uno, hecho caporal, como súbdito tenia fiscal que velaba sobre él, procuraba con todo cuidado y diligencia hacer bien su oficio y cumplir con su obligación. Y de aquí nacía que no había vagamundos ni holgazanes, ni nadie osaba hacer cosa que no debiese, porque tenía el acusador cerca y el castigo era riguroso, que, por la mayor parte era de muerte, por liviano que fuese el delito, porque decían que no los castigaban por el delito que habían hecho ni por la ofensa ajena, sino por haber quebrantado el mandamiento y roto la palabra del Inca, que lo respetaban como a dios. Y aunque el ofendido se apartare de la querella o no la hubiese dado, sino que procediese la justicia de oficio o por la vía ordinaria de los fiscales o caporales, le daban la pena entera que la ley mandaba dar a cada delito, conforme a su calidad, o de muerte o de azotes o destierro u otros semejantes.
Al hijo de familias castigaban por el delito que cometía, como a todos los demás, conforme a la gravedad de su culpa, aunque no fuese sino la que llaman travesuras de muchachos. Respetaban la edad que tenía para quitar o añadir de la pena, conforme a su inocencia; y al padre castigaban ásperamente por no haber doctrinado y corregido su hijo desde la niñez para que no saliera travieso y de malas costumbres. Estaba a cargo del decurión acusar al hijo, de cualquier delito, también como el padre, por lo cual criaban los hijos con tanto cuidado de que no anduviesen haciendo travesuras ni desvergüenzas por las calles ni por los campos, que, además de la natural condición blanda que los indios tienen, salían los muchachos, por la doctrina de los padres, tan domésticos que de ellos a unos corderos mansos no había diferencia.
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